@rosaliadiazcreativa

El mar ha sido arado como un campo de trigo que nadie va a sembrar.
Negro y pacífico, en medio de la noche,
el mar, desesperado en sus límites por los que se desangra sin remedio,
vomita rabiosas espigas de espuma sobre todos los horizontes. 

Veo la noche, veo el mar en la noche, calmo, arado como un campo de trigo todavía sin sembrar. Negro, salpicado de móviles penachos blancos. Una enorme extensión sin más límites que los insondables horizontes. Puedes girar sobre ti mismo y el horizonte jamás se desprende de tus ojos, ni aunque el horror los pinche, ni aunque pestañees estremecido de espanto, ni aunque te empeñes en apagar tu mirada. Todo es negro, lleno de surcos, surcos coronados de penachos blancos, que arañó con saña la fría garra de un arado que ya no está.  Y el cielo, negro también, inundado de enormes estrellas de fósforo. Sin Luna. La Luna cabalgó el enorme lomo de la Ballena e se va con ella. La Ballena no sabe que la Luna la cabalga. La Ballena es un pecio errante, sin rumbo, a la deriva. Lo único que puede hacer la Ballena es sobrevivir sin instinto. Los mares, los acéanos… ¡son tan grandes!, inmensidades aterrorizadas, sobrecogidas por el miedo, el rugido infinito que recorre íntegra toda la negrura salpicada de estrellas de fósforo y penachos de espuma en la noche ensimismada. Le han robado el instinto a la Ballena. La Luna la cabalga sin intención. La Luna se movía en los surcos de campo de trigo todavía sin sembrar que son los mares, se movía, oscilaba en los surcos, oscilaba en los penachos blancos de los surcos en los que jamás brotará el trigo aunque lo siembren, pero no se desplazaba. Son los surcos, arados por el tormento sedicioso de la fría garra de un arado infame que ya no está, con sus penachos blancos, los que se desplazan. Cuando aparece la Ballena, como un pecio errante, sin rumbo, a la deriva, la Luna se le echa encima, se encarama al inmenso acantilado apacible de su lomo enorme, huye de los surcos estériles de los mares y de los océanos, inmensidades desoladas, asoladas, áridas, sobrecogidas por el miedo, el rugido infinito que recorre íntegra toda la negrura de estrellas de fósforo y penachos de espuma en la noche ensimismada, esos penachos blancos en los que jamás brotará el trigo aunque lo siembren!, y se va con ella. La Ballena perdió el instinto. A la Luna eso le da igual. La Luna carece de propósito o intención; carece de finalidad. Ni siquiera depende de ella estar o no estar. La nube más humilde es capaz de aniquilarla. Una sutil nube blanca o un espeso y sombrío nubarrón, es igual. Una nube no es nada. Todo el cielo inundado de nubes no es nada. Pero puede aniquilar a la Luna. Cabalgada sobre el pecio errante que es el inmenso acantilado apacible del lomo enorme de la Ballena, no. La Luna navega con ella. La Ballena es un pecio errante, pero no un madero putrefacto zarandeado por las olas. La Ballena ha perdido su instinto y, tal vez, su destino, pero jamás perderá su poder. Tanto es su poder que se lleva a la Luna cabalgando sobre su lomo. Juntas las dos hacia la muerte.