(Ensayo para Rapsodia escénica)

Durante todas las tardes de los martes de los meses de mayo y junio pasados, he realizado un curso impartido por Nieves Rodríguez Rodríguez, dramaturga, escritora y pienso que filósofa, empeñada en el estudio y la comprensión de la persona y la obra de María Zambrano. El curso se titulaba El sueño como creación literaria y, aparte de otros caminos, recorrimos de la mano de Nieves Rodríguez Rodríguez los ensueños y los delirios, las metáforas y las sugestiones que buscan consolidar la razón poética de la filósofa malagueña. Fue un auténtico placer.

Uno de los ejercicios que Nieves nos propuso, fue, después de leer una, durísima,  del dramaturgo mejicano Edgar Chías, El Cielo en la Piel, – que me apresuro a recomendar – convertir en rapsodia escénica el cuento de la escritora argentina Samanta Schweblin “Cuarenta centímetros cuadrados”.

Os ofrezco aquí el resultado de mi trabajo. Conservo el título del cuento en el que se basa – cuya lectura recomiendo también a quien no lo haya leído – y me voy por donde mi conciencia me lleva.

Supongo que a Samanta Schweblin no le molestará que haga público mi ejercicio sobre su obra.

CUARENTA CENTÍMETROS CUADRADOS.

(Ensayo para Rapsodia escénica)

Tu suegra no debió pedírtelo. No debió hacerlo. Que le vayas a comprar aspirinas cuando la noche ya se ha adueñado de todos los espacios. No estuvo bien que te obligase a perdete por las calles de una ciudad cuyos ritmos sinusales no has recuperado todavía. Están todos en arritmia. Los pecios de los naufragios muchas veces permanecen hundidos en los fondos de los mares para siempre; algunos no, algunos quedan encallados, deshaciéndose, golpeados contra los arrecifes por el ir y venir de las olas. La historia del naufragio de tu suegra no es diferente a la de otros miles de naufragios similares, por no decir exactamente iguales. No puedes creer que sea la primera vez que habla de ello con alguien. Después de tanto tiempo. Habrá tenido ocasión de comentar al detalle las circunstancias de su naufragio cantidad de veces. Es verdad que contigo es la primera vez que lo hace, pero, vamos, no te parece motivo suficiente para que se le presente una jaqueca tan aguda que la haga obligarte a salir a ciegas a la noche para comprarle aspirinas. Mariano, piensas, Mariano lo hubiese impedido. Mamá, le habría dicho, ¿a estas horas? ¿cómo va a salir a estas horas a buscar una farmacia de guardia en un barrio que es una pura maraña y en el que seguro que se pierde? Ve tú, entonces, habría que decirle a Mariano. ¡Mariano! Mariano habría dicho eso o algo parecido, pero arrellanado ya en su sillón, enfundado en su pijama y en zapatillas y con una cerveza en la mano o un güisqui, porque Mariano, tan pronto llega a casa, tan solo está para él. No, Mariano jamás diría: “deja, deja, que ya voy yo”.

¿Cómo es que has ido a parar a la estación del metro? Te lo preguntas, claro, es lo más normal que te lo preguntes. ¿Cómo es que he venido a para aquí? ¡Ah, sí! Mientras pensabas en la historia del naufragio de tu suegra, te ha asaltado la realidad del tuyo propio. Tu pecio está a buen recaudo. En cuarenta y siete cajas de botellas de vino depositadas en un trastero que Mariano y tú habéis alquilado para eso. Toda vuestra vida en común cabe en cuarenta y siete cajas de botellas de vino. En una de  ellas, en la que has escrito “baño”, estás segura, hay un blíster de aspirinas. Por eso las has recordado. Si no continuarían asfixiando todo lo que Mariano y tú habéis sido en común. Te produce una punzada dolorosa esta certeza. Tienes toda tu vida encerrada en cuarenta y siete cajas de botellas de vino y solo te acuerdas de ellas porque tu suegra te ha pedido que salgas a comprarle aspirinas y como te has perdido en la arritmia de la ciudad que no controlas, de pronto recuerdas que, cuando clausuraste tu vida en las cajas que guardas en un trastero, en una de ellas has metido un blíster de aspirinas.

El mendigo no ha dejado de mirarte ni un momento. Te adentraste en el ambiente espeso de la estación del metro, pensando que no ibas a arreglar nada hundiéndote allí o tal vez sí, tal vez podrías acercarte hasta el trastero y recuperar las aspirinas que habitaban los abigarrados espacios de tu vida clausurada. ¿En qué estación estabas? ¿Habías accedido al lado en que los trenes llevaban la dirección que tú necesitabas? Nada. Solo habías bajado a los infiernos. Descenso ad inferos, como Odiseo, te dices evocando el tiempo en que tu vida caminaba en alguna dirección. Pero allí no ibas a encontrarte con ninguna sombra ancestral que te proporcionase razón alguna. Solo habías conseguido consumar tu extravío. Después de deambular por la red enmarañada – arrítmica – de las calles del barrio hostil al que – ¿malignamente? – te había arrojado tu suegra, cada vez con la bola de angustia más grande oprimiéndote hacia arriba el diafragma, el estómago, las entrañas, habías ido a parar al infierno subterráneo, donde la ciudad se duplica en un trajín desaforado que lleva multitudes a sus destinos individuales, aunque, en realidad, no los lleve a ningún lado. Con esa derrota enervada te sientas en la esquina de uno de los bancos adosados a la pared de la estación. Cuando el mendigo se mueve, reparas en él con un sobresalto. Es un hombre viejo y robusto. Está derrumbado en el suelo, con la parte alta de la espalda y la cabeza – el cuello en postura forzada – apoyadas en la pared. Lleva pantalones cortos, de veraneante, y le sobresalen los dos muñones de sus piernas cortadas algo más arriba de las rodillas. Y te mira y no dice nada. Tú acoges, incómoda, su mirada, y luego la desvías al frente, al hueco cargado de aire pesado de la estación que emborrona al otro lado de las vías un anuncio de champú.

Los trenes llegan y parten, llegan y parten. Burruuuuuuuuuuh. Chiqui-chiqui. Trac-trac. Vomitan unas veces a muchos viajeros, otras veces a pocos; lo mismo que los acogen. Volvéis a quedar solos el mendigo y tú.

-¿Usted tampoco toma ninguno?

-Tengo cuarenta y siete cajas con todas mis cosas en un  trastero.

El apartamento de tu suegra es muy chico y hay demasiados muebles. Le sobra la chimenea metida con calzador en el salón abigarrado. Y, para colmo, tu suegra se empeñó en armar un árbol de Navidad, con bolas de colores, guirnaldas doradas y seis papanoeles colgando de las ramas como un club de ahorcados. Papanoeles baratos, de tienda de chinos, con las pegatinas de los ojos pegadas de cualquier manera, fuera de lugar, como si el ahorcamiento fuese cierto y los ojos se les hubiesen salido de sus órbitas. El breve apartamento tan sobrecargado de muebles los condena a una ineludible cercanía, al contacto, si no físico, sí sensorial, sensitivo, de los cuerpos. El calor, las vibraciones… Por eso el relato del naufragio de tu suegra te llega impregnado del olor interior que ella exhala junto con sus palabras. Cuando haces el amor el intercambio de todos los humores, de todos los olores, de todos los fluidos entre lo cuerpos de los amantes es consustancial. ¿Es un acto de amor una confidencia? Lo cierto es que tu suegra te insufla con su confesión todo el sabor y el olor de sus entrañas. Un día, te cuenta, decidió desprenderse de su anillo de casada. Como símbolo definitivo de la ruptura que venía posponiendo no sabe ya desde cuando, te dice. Acudió a un local de compra venta de oro donde un hombre absolutamente inexpresivo – estos rapiñadores de las miserias de los demás buscan siempre aparecer inexpresivos -, pesó su anillo en una balanza de precisión y le dijo: Treinta dólares. Ella, que todavía no se había repuesto de la sorpresa que le produjo comprobar lo fácil que le resultó extraer el anillo del dedo después de tantos años de llevarlo puesto sin habérselo sacado nunca antes, se acogió al miedo infantil de la réplica. Es mi anillo de boda, dijo. Es lo que vale, dijo el hombre inexpresivo sin ningún miedo en su réplica. Tu suegra insistió mucho en que llovía a cántaros, en que la sorprendió un brutal chaparrón y que cuando se sacó el anillo toda ella estaba empapada y que por eso, quizá por eso, le había resultado tan fácil sacárselo. Tú dejas que se agarre a esa posibilidad, porque la verdad desnuda, la facilidad real de liberarse de un anillo que debería estar fundido a su piel, a su carne, incluso, parecía lastimarla mucho. Tu suegra no te lo dijo, pero tú no pudiste dejar de pensar en el valor simbólico del precio del anillo. Treinta dólares. ¿Era ese el valor de lo que estaba dejando, era el precio real de la ruptura, era todo cuanto iba a perder en su naufragio? Ningún buscador de pecios buscaría el suyo;  ninguno. Pero ella te dijo más cosas, cosas que no debes ignorar. Te dijo que su marido había acabado por arrebatarle la poca o mucha relevancia que pudiera tener. La relevó de todas sus ocupaciones y contrató personal específico para convertirla en absolutamente prescindible. Te dijo que sus cuatro hijos se pusieron en todo momento del lado de su padre, que ella tuvo que soportar la humillación de que se riesen de su bulimia cada vez más evidente e inevitable. Mis hijos solo creían ya en su padre, te dijo.

El mendigo se mueve. De un brinco inesperado y se sienta en el banco, casi pegado a ti. Tú das un respingo y a punto estás de salir huyendo.

-Tengo un mapa, señora.

El mendigo te muestra un plano de la ciudad plegado en todos sus dobleces.

-Es un poco antiguo, pero todavía sirve para orientarse en este submundo. ¿Lo ve?

El mendigo despliega a medias el mapa y te lo pone delante de los ojos.

-¿Le sirve? Quizá pueda encontrar el camino hasta sus cajas.

Un tren llega, burruuuuuuuuuuh, abre las puertas, trac-trac,vomita a la gente, engulle a otra y vuelve a partir, chirriando y gritando como una rata gigante.

-Le dieron treinta dólares. A mi suegra. Por su anillo de bodas. Y, además, después de tantos años de llevarlo puesto no tuvo ninguna dificultad en sacárselo.

-A mí no me dieron nada por mis piernas.

-Pero ella, mi suegra, me dijo algo que no esperaba oír. Me dijo que después de vender su anillo de casada echó a andar sin rumbo y, finalmente, decidió buscar una parada de taxis para regresar a casa. Pero no regresó, al menos no enseguida. Se quedó, sentada en un banco, durante horas y horas, recreándose sin sentido en un tiempo repentinamente devenido cíclico por la ida y venida de los taxis.

-Lo mismo que usted ahora.

-Y después de todo ese tiempo, se vio a sí misma sentada en aquel banco, sin su anillo de casada, con su ruptura tasada en treinta dólares… Tuvo tiempo para observar a la gente que acudía a la parada, a tomar un taxi. No eran náufragos. Ninguno lo era. Todos llevaban sus cosas, debajo del brazo, colgando de la mano metidas en una bolsa, dándoles apoyo entre sus piernas mientras esperaban. Y ahí fue cuando me dijo lo que nunca hubiese esperado oír. Mi suegra, sentada en aquel banco metálico de una parada de taxis, me dijo que vio el lugar exacto que ocupaba en el mundo. Cuarenta centímetros cuadrados. Ese era el lugar que ocupaba en el mundo, me dijo.

-Estaba sola.

-Estaba sola, sí.

Te huele mal. El mendigo te huele mal. Y te preguntas cómo le olerás tú a él. Con tus afeites, tus desodorantes, tus perfumes… Seguro que le desagradan tus fragancias.  Tomas de sus manos el mapa que él te ha acercado para que puedas localizar mejor los lugares que te interesan. No te sería difícil llegar hasta el trastero. Estás mal situada, en efecto, sí, pero ves claro dónde puedes hacer trasbordo, que línea tomar luego, hasta donde avanzar, donde cambiar de nuevo… Podrías llegar hasta el trastero, sí. Por aquél desdoblamiento subterráneo cargado de aire espeso, sofocante, de las calles arrítmicas de la ciudad hostil, podrías llegar hasta tus cajas. Pero tú estás en otra cosa. No sabes si decírselo o no al mendigo. No puedes ni siquiera intuir lo que una persona como aquella puede albergar en su cabeza. Decides no decírselo. Te arrimas a él, te apretujas contra él, lo abrazas echando tu cuerpo un poco por encima del suyo y luego os envuelves a los dos con el viejo plano de la ciudad arrítmica completamente desplegado. El mendigo no dice nada. Su respiración, el cambio de ritmo de su respiración, quizá sí. Coloca sus manos en los muñones de sus piernas y permanece inmóvil. Tú te reacomodas un poco en el abrazo y permaneces en silencio  durante un buen rato también. Los trenes continúan llegando y partiendo, con todos sus rumores, sus gritos y  sus chirridos. Imaginas la sorpresa de los viajeros que suben o bajan de los vagones, pero te da igual. Iba a rezar, ¿sabe?, le dices al mendigo, como reza mi suegra: Dios, si puedes hacer algo, haz lo que puedas.

-Como usted quiera, señora, responde el mendigo.

Burruuuuuuuuuuuuh…. Clic-clic. Trac-Trac.

El ritmo fluido, constante, de los trenes no para nunca.

-Las aspirinas están en una de las cajas. Pero eso ya no importa.