Ilustración de Rosalía Díaz

Afirmar, así por las buenas, que la sociedad española de 1968 era una sociedad compacta, sería, sin duda, una soberbia majadería. Acude a mi cabeza lo que decía Popper, que, francamente, ahora mismo ya no sé si era de los buenos o de los malos, sobre la sociedad abierta, a saber, aquella que estimula la crítica y permite que los gobernantes sean sustituidos sin violencia.

Compacta no sería, sería porosa o permeable quizás, pero, desde luego, las instituciones no parece que estuviesen mucho por la labor de estimular la crítica, ni creo que se contemplase siquiera de lejos la posibilidad de sustituir gobernantes con o sin violencia.

Lo que fue la Dictadura solo lo pueden explicar quienes la padecieron. Quiero decir o bien quienes fueron víctimas violentas -cruentas o no, que el régimen conocía muchas formas de victimizar con violencia –, o bien quienes la sufrieron con silencio autoimpuesto, pero con plena conciencia de ella. Testimonios de aquellos tiempos de la España una, grande y libre los hay a cientos. Cándido, pseudónimo volteriano de Carlos Luis Álvarez,  periodista ilustre que perpetró uno de los fraudes más escleróticos de aquella manada de bestias envueltas en la bandera rojigualda y abrazados a la cruz de Cristo, del que pienso dar cumplida cuenta en esta web, dejó uno muy explícito.

[Su felonía -a la que, repito, pienso dedicar un espacio monográfico, porque me parece de una relevancia excepcional en estos tiempos que corremos -, consistió en escribir para otro, por encargo de un alto cargo del gobierno franquista de la época, un libro en el que se contaban las biografías de veinte mártires de la iglesia durante la guerra civil. El libro se titula Mártires de la  Iglesia. Testigos de su fe. Cándido lo escribió en un mes, el plazo que le dieron, a cambio de 25.000 pesetas para que lo firmara fray Justo Pérez de Urbel, a la sazón abad del monasterio benedictino del Valle de los Caídos y catedrático de Historia en alguna de las universidades de Madrid. Cándido acuciado por el cortísimo plazo -el libro consta de 370 páginas -, fusiló cuarenta páginas del libro Checas de Madrid, de Tomás Borrás y el resto se lo inventó. Fray Justo se embolsó 40.000 pelas, -creo que llegaron a ser 200.000 -, firmó el libro, lo dio a la imprenta y lo publicó con su firma sin comprobar absolutamente nada.

Hasta de negro le tocó hacer en sus comienzos profesionales. Maestro de la ironía, con gran sentido del humor, varias veces escuché de sus labios cómo, en 1956, por 25.000 pesetas, escribió en 370 páginas 20 biografías de supuestos mártires de la Guerra Civil muertos por la fe.

El libro, firmado por el abad Justo Pérez de Urbel, del Valle de los Caídos, lleva por título Los mártires de la Iglesia y hasta ‘L’Osservatore Romano’ hizo grandes elogios de él. Como le faltaba información, se inventó a unos cuantos mártires plagiando, sobre todo, ‘Checas de Madrid’, de Tomás Borrás.

Nunca lo contaba como un mérito. “La miseria fue moral, social, de todo orden”, repetía al hablar de aquellos años. “Los 25 o 30 años siguientes a la Guerra Civil fueron dramáticamente empobrecedores. Varias generaciones no hemos tenido maestros. La libertad fue casi una cosa artificial”.

En los últimos años del franquismo y durante la Transición se convirtió en uno de los periodistas que más impulsaron la democracia. Aparte de sus crónicas, reportajes, entrevistas, críticas y columnas, nos ha dejado en forma de libro ‘Las ciento y una últimas horas de Cándido’, ‘La rueda’, ‘Miseria y explendor de la India’, ‘Penúltima hora’, ‘Azorín ante el cine’, ‘Caperucita y los lobos’, ‘Pecado escarlata’ (donde cuenta, en forma de novela, muy divertida, por cierto, el fraude perpetrado con los mártires), ‘Un periodista en la dictadura’, ‘La sangre de la rosa’, ‘De ayer a hoy’ y el ya citado, su biografía, ‘Memorias prohibidas’. (Del Obituario que le dedica Felipe Sahagún).]

(Me interesa, de forma muy particular, dejar bien claro que en esa manada de bestias mancilladoras de la cruz y la bandera, no incluyo a Carlos Luis Álvarez, Cándido. Hablaré por extenso de este hombre del que, insisto, tengo muy buena opinión).

Un tiempo de miseria moral, social, de todo orden. Los 25 o 30 años siguientes a la Guerra Civil fueron dramáticamente empobrecedores. Así de  breve y rotundo fue su testimonio.

Luego está aquel concepto -o aquella realidad– terrible del exilio interior. Ser discrepante sin poder discrepar. Ser intelectual activo censurando tus pensamientos. Ser un judío condenado a ejercer de filisteo. O condenarte al silencio. O pasarte al otro lado. O simplemente, verte relegado al ostracismo y la represión. Miseria moral, social, de todo orden.

Y después estábamos los que no nos enterábamos de nada. Púlpitos y tribunas entregados sin reservas a adoctrinar la rueda de las generaciones. Los 25 o 30 años siguientes a la Guerra Civil fueron dramáticamente empobrecedores. Eso nos coloca, en el peor de los casos, en 1969, en el mejor en 1964.

En el 62, si no me equivoco, Fraga sustituyó a Arias Salgado al frente del Ministerio de Información y Turismo. Arias Salgado militaba, aparte de en la Falange, en el catolicismo más integrista. Desde sus cargos en el gobierno, incluido el de ministro, no solo se cuidó de controlar con mano férrea todo lo que tuviera que ver con la propaganda y la información, supongo que con criterios goebellianos, pues es bien conocida su diáfana tendencia filonazi, a través de un control y una censura milimétricos, sino que, incluso, asumía, de forma personal y explícita, su misión profética de católico ultramontano encaminada a la salvación de  cuantas más almas de españoles, mejor. Cualquiera que haya vivido los tiempos que yo he vivido, habrá oído alguna vez que la ocasión de pecar puede ser de dos clases: ocasión próxima y ocasión remota.  Ambas debían ser evitadas y andar flirteando con ellas era motivo más que suficiente de reproche. Supongo que no hará falta matizar. El ministro Arias Salgado se cuidaba, como imperativo personal, de evitar a los españoles incluso la ocasión remota de pecar impidiéndoles asomarse a cualquiera de los múltiples medios que cabían en su campo de control. ¡Oh, bendita España menéndezpelayana cuán salutífera fue, como puede apreciarse hoy mismo, sin ir más lejos, para una sociedad fratricida y sanguinaria, de forma perversa y contumaz desde sus más remotos orígenes!

Fraga, como todo el mundo sabe, se mostró siempre muy orgulloso de su Ley de Presa del 66. Entre otros grandes avances, suprimió la censura previa. No cabe duda de que algo es algo. Veamos lo que dice el artículo dedicado a la libertad de expresión. ¿O es que alguien pensaba que durante la civilizada barbarie del franquismo iba a ignorarse un derecho tan fundamental, de semenjante envergadura?

Ley 14/1966, de 18 de marzo, de prensa e imprenta

En 1962, Manuel Fraga Iribarne sustituye a Gabriel Arias-Salgado como ministro de Información y Turismo iniciando un tímido proceso de liberalización y de reducción de las consignas que culminaría con la Ley de prensa e imprenta del 66, complementada por el Estatuto de la Publicidad de 11 de junio de 1964, el Estatuto de Publicaciones Infantiles y Juveniles de 19 de enero de 1967 y el Estatuto de la Profesión Periodística, entre otros textos normativos.

El artículo segundo establecía como causas para limitar la libertad de expresión:1

La libertad de expresión y el derecho a la difusión de información, reconocidas en el artículo primero, no tendrán más limitaciones que las impuestas por las leyes. Son limitaciones: el respeto a la verdad y a la moral; el acatamiento a la Ley de Principios del Movimiento Nacional y demás Leyes Fundamentales; las exigencias de la defensa Nacional, de la seguridad del Estado y del mantenimiento del orden público interior y la paz exterior; el debido respeto a las instituciones y a las personas en la crítica de la acción política y administrativa; la independencia de los Tribunales y la salvaguardia de la intimidad y del honor personal y familiar.

Los principales cambios de esta ley con respecto a la anterior se pueden resumir en:

  • La empresa periodística pasa del dominio del interés nacional al dominio de la iniciativa privada.
  • Se anulan las consignas y la censura previa como procedimiento normal, reservadas a partir de ahora solamente a casos de emergencia nacional o guerra.
  • Impone el depósito previo de publicaciones.
  • Establece el concepto de información de interés general por la cual el gobierno podía obligar a cualquier publicación a insertar gratuitamente notas provenientes de la Dirección General de Prensa.
  • Contempla el secuestro administrativo de publicaciones.
  • Prevé sanciones para quien escriba o publique lo que se considere contrario a los Principios Fundamentales del Movimiento y el ordenamiento jurídico general del franquismo.
  • Permite a los/las periodistas recurrir las posibles sanciones administrativas a través del contencioso-administrativo.

Lo que pretendía esta ley era crear un marco jurídico intermedio entre la restrictiva ley de Ramón Serrano Suñer y las libertades de los países democráticos de la región. Aunque no fue una panacea, sí permitió una mayor libertad de movimiento de ideas de la que algunos medios se valieron para mostrar una actitud abiertamente más crítica con el régimen. (Sí, sí, está tomado de la Wikipedia, que uno, dadas las circunstancias, se vale de lo que tiene más a mano).

¿Nos exime de culpa o responsabilidad todo este enorme tinglado de adoctrinamiento y lavado de cerebro colectivo a quienes, nacidos ya en plena dictaruda -1948, en mi caso – llegamos hasta una edad adulta sin conciencia de que vivíamos en un régimen dictatorial? ¿Resulta difícil de entender? A ver si logro explicarlo. No es que militases, no eras militante en ninguna organización o estructura creada por la Dictadura para generar y mantener adeptos fieles a ella. No. No se trataba de eso. Ocurría que vivías en el orden impuesto por ella sin cuestionar ni cuestionarte nada. Aceptando de forma genérica todo, incluido, por supuesto, el burdo maniqueismo establecido desde el inicio de la barbarie. Y podías llegar, sí, eso sí, a compadecer o reprobar a quien se atreviese a criticar ese orden, y ya no digamos descalificarlo o desprestigiarlo. Volvemos a Popper y a que las  instituciones estimulen la crítica.

Pero crítica había. Y cuestionamiento también. Y disidencia. Y oposición en diversas formas y manifestaciones a lo que pudiéramos denominar el orden establecido. Y lucha clandestina, con las armas posibles de información, de formación y sabotaje contra el Régimen. Entiéndase bien, no me estoy refiriendo a las tensiones habidas y resueltas de muy diversas y oscuras maneras entre las organizaciones o facciones que apoyaron el golpe de 1936, ganaron la guerra y se diluyeron, con gusto o con disgusto, en el Glorioso Movimiento Nacional durante los 40 años de la dictadura. Ni tampoco a la lucha armada de los distintos grupos terroristas que se dieron durante el franquismo y, para pura desgracia de todos, después de él. Tampoco a la lucha clandestina organizada, sobre todo, por o en torno al Partido Comunista. Hablo, lisa y llanamente, de la sociedad civil, de la gente, a lo que, en cierto momento, comenzó a llamarse mayoría silenciosa, aunque puede que ni siquiera sea eso de lo que estoy hablando. La gente, sí, tal vez pudiéramos quedarnos con esa palabra. La gente que se limitaba a vivir o sobrevivir en un país que, durante esos 25 o 30 años de dramático empobrecimiento de todo tipo del que nos habla Cándido, estuvo organizado como una mezcla inaudita de cuartel y convento.

No era, en absoluto, una sociedad compacta ni muchísimo menos la sociedad española de 1968. No. Pero las dictaduras lo corrompen todo, lo emborronan todo, lo pervierten todo. Miseria moral, social, de todo orden anegaba España en palabras de Cándido, que yo no dudo en ratificar.

La Iglesia, pese al nacional-catolicismo que había concertado con los perpetradores de la desmoralización de todo un pueblo, distaba mucho también de ser una organización compacta. Por supuesto que distaba mucho, asimismo, de ser una organización abierta y mucho menos democrática. Todavía hoy se sostiene que la Iglesia no es ni será nunca una democracia, que ese concepto no va con ella. Un breve repaso a la historia del asociacionismo católico para fortificarse frente a las diversas oleadas anticlericales  del siglo XIX puede encajar bien aquí. No me estoy refiriendo a los tejemanejes de la diplomacia vaticana. Me refiero a los movimientos que, impulsados desde diversos ángulos y como reacción a muy distintos estímulos, organizaron agrupaciones de base, de laicos, casi siempre orientadas a la juventud y que puede que llegasen a culminar en la llamada teología de la liberación, que cobra carta de naturaleza, precisamente, en 1968 – está visto que este año fue el cómputo de todas las esperanzas y de todos los desengaños; también entre enero y agosto del 68 tuvo lugar la Primavera de Praga, a la que, por cierto dediqué varios de mis programas de Radio Popular -, y en cristianos por el socialismo.  El Vaticano II, por otra parte, había abierto el diálogo entre marxismo y cristianismo, aunque haya quien sostiene que ese diálogo ya se dio y en profundidad en los tiempos de la Resistencia Francesa. Y estaba el movimiento de los curas obreros y desde latinoamérica, aparte la teología de la liberación, nos había llegado ya la controvertida figura de Camilo Torres, el cura guerrillero.

Otra cosa es cual o como fuese mi pensamiento. Contar lo que uno hizo o vivió puede entrañar mayor o menor dificultad. Hacerlo para fustigarse desde la mala conciencia o el sentimiento de culpa o para justificarse desde unos u otros condicionamientos de tus conductas… bueno, allá cada cual. Yo no pretendo ni una cosa ni la otra. Me limito a verter mis recuerdos. Ya sé que hay muchas maneras de recordar. Puedes limitarte a contar lo que ocurrió sin añadir juicio, sin realizar ninguna reflexión; puedes, también, contar lo que pasó, sin omitir ni el cómo ni el porqué. Es decir, contextualizarte a ti mismo. Hace mucho tiempo que barajo la idea de contar mi vida de forma novelada. Escribir una novela protagonizada por mí, pero desvirtuando o desfigurando datos y detalles para que tanto yo como mis próximos quedásemos desfigurados en un grado suficiente como para poder sostener que, aunque hubiese inspiración autobiográfica, la realidadd de la novela no era más que ficción. Mi intención, ahora que esto va creciendo, es volcar aquí los recuerdos que consigo rescatar sin ocultarme detrás de ningún artificio literario. Pero no pienso omitir las reflexiones que mis propios recuerdos me susciten. Creo que tengo derecho a contextualizarme. Y no para disculpar o justificar ningún error ni ninguna maldad en los que haya podido incurrir, sino para dar un testimonio útil de un determinando momento. Cual sea el valor o la importancia de ese testimonio, es cosa en la que ya no pienso detenerme. Sé muy bien que hay asuntos que, con toda probabilidad, no podré tocar. De los trece hermanos que somos, diez continuamos vivos ahora mismo. Y aunque yo hablo de mis recuerdos y no de los suyos, inevitablemente quedarían implicados al hablar de cuestiones familiares. Me consta que, unas veces por motivos de edad – tiempos distintos, circunstancias distintas -, otras por razones de pura memoria y otras por causas más difusas, menos objetivables, tanto mis recuerdos como la interpretación que hago de ellos, son discrepantes y mis formulaciones podrían crear tensiones, disensiones o disgustos. Por ejemplo, yo acepto a pies juntillas la miseria moral, social, de todo orden que carcomía el tejido social durante la Dictadura. No la pongo en duda. Muy al contrario, cuanto mas profundizo en ella más miseria me encuentro. ¿En qué forma afectó esa miseria a mi familia, a mis padres, a mis hermanos y a mí? Mi hermano mayor me lleva a mí seis años y yo le saco a la más pequeña once. Entre el mayor de nosotros y la menor van 26 años. Una generación. Ortega creo que le daba quince años al ritmo de las generaciones. Otros hablan de veinticinco. Puedo asegurar que si algo no es compacto, en modo alguno, es mi familia.

Otra cosa es, repito, cual y como fuese mi pensamiento en aquellos remotos principios de 1968. Vayamos a ello.