Retrato “imaginario”, de mi padre. @rosaliadiazcreativa

         1.

         Mi compañero de curso saltó de un convento de redentoristas directamente al partido comunista. Yo salí de un agujero negro a un espacio en el que la luz hirió mis ojos, dejándolos deslumbrados y confusos, y los mantuvo heridos y deslumbrados y confusos durante mucho tiempo. Demasiado tiempo.

         Mi amigo y yo nos encontramos en el instituto masculino de Lugo, haciendo el pre-universitario en el curso 1968-69. 1968. El año en el que murieron todas las esperanzas revestidas de los falsos oropeles y las tracas de artificio que convierten las mentiras en verdades. Y todavía duró una inercia mendaz hasta que corrimos todos como locos posesos a recoger nuestro trocito del horrendo muro de Berlín. No sabíamos la compuerta definitiva que se abría al derribarlo. Fue como cuando una presa revienta y su tromba colosal se lo lleva todo por delante. El fraude y el fracaso, la burocracia corrompida y homicida, que había al otro lado quedaron expuestos, como un espectáculo horrendo, fatal, letal para el músculo de las reivindicaciones por desgracia siempre pendientes del reparto equitativo de las cosas, a la más cruda intemperie; todos los edificios que apuntalaba del nuestro, deprovistos de su sostén, se tambalearon o se vinieron abajo, y todos los que se le habían estado resistiendo u oponiendo, socavándolo, hincharon sus pechos voraces, agigantaron su sombra siniestra y depredadora y comenzaron, ya sin máscara ni freno, la tarea de poseerlo todo.

         Los peores modelos, las imágenes más perversas, la barbarie en falso desterrada porque siempre habitó entre nosotros y nunca la contuvimos cuando se producía apartada de nuestro mundo, aunque a veces, como en Yugoslavia, nos llegase hasta la misma cara el aliento de sus bocas, volvieron a ser posibles, sin tapujos; y volvieron los monstruos que creíamos imposibles ya, inverosímiles espantajos carcomidos. Volvieron por la sencilla razón de que nunca se habían ido, son el más genuíno producto del sistema imperante sin límites ni barreras desde el hecho fatídico de la desubicación de la izquierda.

         Sé que todas estas cosas pueden decirse de mil maneras; que hay formas mucho más simples y directas de decirlas. Yo las digo así. Es mi manera. Espero que no hable tan solo para mí.

         Llegué al pre-universitario con casi tres años de retraso, los que permanecí cautivo en el hediondo agujero negro. Éramos veinticuatro alumnos en el grupo de letras. Más de la mitad llegaban con igual o muy parecido retraso que yo. La mayoría ex seminaristas que retomaban la vida civil y dos o tres exclaustrados de algún convento perteneciente a cualquiera de las múltiples órdenes religiosas que aparecieron como hongos en España a lo largo de los tiempos. (No sé si os habéis fijado en que una gran cantidad de ellas son de origen francés. La Revolución Francesa y luego Napoleón, al cancelarlas, las empujó hacia aquí.) Mi compañero de curso, ya se ha dicho, prodecía de  los Redentoristas y, si no recuerdo mal, había otro compañero que lo hacía de los Mercedarios de Sarria. (Lo mío, el agujero negro que me mantuvo cautivo unos dos años y medio, es más complejo; merece comentario aparte, y lo tendrá).

          El resto de los alumnos del grupo de letras habían ido escalando curso a curso y, por tanto, se movían entre los diecisiete y los dieciocho años. De ellos, tres o cuatro militaban también, o se mantenían muy próximos a él, en el partido comunista. Yo había cumplido los veinte, y, derrotado y cautivo, reanudaba -quizás iniciaba- una juventud aplazada de forma abrupta a causa de mi caída en el agujero negro.

         Creo que en la deriva que tomó mi vida, deriva errática y mortificante de forma clara durante algunos años y larvada y oculta, artera, durante el resto de mi vida, hubo un suceso determinante: la mili, el servicio militar. Entonces, ya sabéis, era obligatorio. Te incorporabas a filas -esa era la expresión que se usaba- a los veintiún años y te llamaban a quintas a los veinte. Yo había decidido hacer la mili sin dilaciones, sin acogerme a prórrogas de ninguna clase -por estudios, por ejemplo-. Hacer la mili y, al acabarla, afrontar mi futuro profesional, fuese el que fuese, de la forma más rápida y resolutiva posible. En otras palabras, encontrar un trabajo y asegurarme un sueldo. Ese era mi proyecto. Acudí al tallaje a la Caja de Reclutas. Estaba en una pequeña dependencia en la parte de atrás de la Casa Consistorial. Había un médico y un funcionario que le ayudaba al cargo de ella. El funcionario había sido alumno de mi padre. Me lo encontré en la calle unos días antes del tallaje. Entendedlo bien, mi determinación era sacarme la mili del medio para proceder a -como se decía entonces- labrame un porvenir. Yo tenía una hernia inguinal desde pequeño. Con el paso de los años se convirtió en una compañera guadiánica, aparecía y desaparecía según el médico que la explorase. Unos la veían clara, otros la reducían a una mínima punta de hernia y alguno hubo que la negó sin más. Acabé operándome de ella con más de sesenta años. La hernia me sirvió para dos cosas, una buena y otra mala -o quizás, malas las dos-. Eludí, a base de certificados médicos, la asignatura de Educación Física, que todos llamábamos gimnasia, y me convertí en un niño sometido a un permanente control, vigilado y reprimido en muchas de las actividades que más les gustan a los niños. Cuando mi padre o mi madre me sorprendían practicando cualquier juego o deporte que supusiese esfuerzo, me obligaban a abandonarlo. Las advertencias sobre eso eran continuas. No cojas pesos, no, no, no… A ver si se le va a estrangular, repetía, como un mantra profiláctico, mi padre. En cualquier caso, la dichosa hernia me apartó del deporte para siempre. En el instituto, exento de la clase de gimnasia, como es lógico, no podía practicarlo, aparte de que no recuerdo yo mucho interés por el deporte en aquel centro, y, la verdad, tampoco me tiraba mucho. Como podéis imaginar, librar de la mili era la forma más rápida de quitármela de en medio. Le pregunté al funcionario ex alumno de mi padre si por una hernia podría librar. No creo, respondió él. Pero tú alégala de todos formas. A ver que pasa. Y así fue. El médico -todo un personaje, positivo, eh, quede claro, del que podría dar su nombre y contar alguna anécdota significativa, pero no lo haré, ignoro si le sobreviven hijos o nietos y lo que pudieran pensar sobre ello- hizo todo lo que tenía que hacer. Me midió el pecho con aire inspirado -noventa y seis centímetros, un amigo que se talló el mismo día que pavoneaba su orgullo porque había dado ciento dos, no olvidéis que una de las causas para librar era ser estrecho de pecho-, me pesaron y me tallaron. Lo de la estatura me mortificó un poco. Yo medía un metro setenta y dos. O, al menos, eso era lo que quería medir.  Establecieron para mí un poco menos del metro setenta. ¡De eso nada! Yo medía uno setenta y dos. Pero allí constaba, en milímetros, 1695. Y eso sí que no. Por fin, el médico me preguntó:

         -¿Tiene usted algo que alegar?

         -Una hernia inguinal.

         -¡Ná!-se impacientó el médico-. Por eso usted no libra, hombre.

        Entonces intervino mi aliado, el funcionario amigo -también recuerdo su nombre, pero me lo voy a callar-:

         -Si no le importa, don V, puede hacerlo constar. Así, cuando llegue al campamento, a lo mejor lo operan en el hospital militar.

         -Ya, ya, pero eso puede alegarlo cuando llegue allí. Está bien, está bien-aceptó las sugerencias de mi amigo, cogió un librito que tenía por allí y comenzó a rebuscar en sus páginas-. ¿Y cómo está clasificada esa vaina de la hernia? A ver, hernia, hernia…

         Al cabo de unos meses fui llamado al Tribunal Médico Militar, en el Cuartel de San Fernando -sí, ese edificio enorme que, por el estúpido baile entre genialidades administrativas, pasa de Museo de la Romanización a Parador de Turismo y mientras tanto se va desmantelando él solo-. Nos metieron en una sala enorme; sobre una tarima, una mesa muy larga a la que se sentaban cuatro capitanes. En una habitación  lateral estaba la consulta del médico. El médico, de uniforme y sin bata, muy joven, tal vez un teniente -no me pidáis que distinga galones ni estrellas; no sé nada de eso-.

         Éramos más de seiscientos los postulantes a librar de la mili. En la sala había un barullo infernal, hasta que uno de los capitanes, a grandes voces y golpeando la mesa con el puño, ordenó silencio. Callamos todos. Un retrasadito cogido de la mano de su padre se echó a llorar. Allí me encontré con Chinto, amigos desde la infancia. Nos habíamos criado juntos en las benditas Casas Baratas. Chinto sí era un muchacho bajito sin excusa, cosa que no le preocupaba en absoluto, y un consumado deportista. Jugaba al fútbol y al tenis. Era de poca estatura, pero recio. Tenía unas manos fuertes y callosas. De pequeño había sufrido una fractura en el codo, que, al parecer, soldó mal y hubieron de recomponérsela varias veces. La secuela que le quedó de eso fue una casi imperceptible incapacidad para estirar el brazo derecho por completo. Al estirar los brazos, uno quedaba recto y el otro con un ligero  arqueamimento. Esa era la tara que alegaba.

         El asistente del médico, un conscripto como estábamos en trance de convertirnos nosotros, amigo nuestro, se apellidaba Mesa, iba llamando a examen por orden alfabético. Nos vio, nos pidió nuestros nombres completos y nos llamó casi de los primeros saltándose cualquier sucesión alfabética. El primer apellido de Chinto empezaba por la Q y el mío por la D.

         Entré a la sala de consulta. El médico se lavaba las manos en un pequeño lavabo.

         -Bájese los pantalones-dijo.

         Obedecí.

         -Abra las pìernas.

         Urgó con sus dedos buscando mi hernia guadiánica.

         -Tosa.

         Tosí.

         -¡Más fuerte!

         Tosí más fuerte.

         -Sí.

         Fue todo lo que dijo y volvió al pequeño lavabo para lavarse las manos. Mesa me indicó que me vistiese y saliese. Continuó llamando a examen, retomado otra vez el orden alfabético. Pasado un rato nos hizo señas para que nos acercásemos.

         -Os dio para servicios auxiliares-nos comunicó.

         -¿Y eso qué quiere decir?-pregunté yo.

         -Que ya hiciste la mili, cabrón.

         No habíamos sido declarados inútiles, que era como se consideraba a los que libraban de la mili por motivos de salud, inútil total, sino útiles exclusivamente para servicios auxiliares. Así ponía en la cartilla militar cuando me la entregaron: soldado útil exclusivamente para servicios auxiliares. Solo tendríamos que incorpararnos en el hipotético caso de una movilización general. Ese fue todo el tiempo que duró mi mili. La cosa pintaba bien. Mi camino para labrarme un porvenir había quedado expedito.

         Cuando nos ponemos estupendos y nos empeñamos en buscarle sentido o significado a las cosas que nos pasan, es, pienso yo, como cuando uno, perdido en cualquier rumbo, no hace más que caminar en círculos. Por muchas vueltas que des, jamás llegarás a ningún sitio.

         Chinto y yo libramos de la mili. Para él tuvo unas consecuencias. Para mí otras. Yo quería prepararme para encontrar trabajo lo más rápido posible y ya me plantearía luego si debía estudiar o no. Eso, justo eso, era lo que yo quería. Quizás fue una de las pocas veces en mi vida que tuve las cosas así de claras. Pero mi padre tenía otros designios para mí, designios que jamás cumplí y que, al no cumplirlos, embarullaron mi existencia de una manera desastrosa. Mi padre me matriculó por sorpresa, sin consultarme, en el pre-universitario. Mi hermano mayor había aprobado unas oposiciones al Banco de la Coruña y empezó a trabajar a los diecisiete años, mi hermana Chona -solo su nombre es un vacío insoportable que me cuesta enfrentar-, sin estudios oficiales -ya os explicaré como funcionaban las cosas en aquellos tiempos- había empezado a trabajar muy jovencita en las oficinas de unos almacenes de coloniales y, por aquel entonces, ocupaba ya un puesto administrativo en Concentración Parcelaria, Paco, acabados sus estudios de delineación en la Escuela de Trabajo, trabajaba ya a los dieciséis años, Macamen se había metido a monja… Yo era el primero que picaba tan alto. Mi padre abría ante mí o para mí, tal vez sea más exacto, la posibilidad de una carrera universitaria.

         Y eso, que podía haber sido el inicio de una etapa fructífera y feliz, fue el punto de arranque de una derrota errática que marcó y acompañó, ya para siempre, el resto de mi vida. Pero vayamos por partes. Volvamos al pre-universitario y a lo que significó para mí.

2.

Simbiosis: 1. f. Biol. Asociación de individuos animales o vegetales de diferentes especies, sobre todo si los simbiontes sacan provecho de la vida en común. (Diccionario digital de la RAE)

         El ambiente religioso que se respiraba en el seno de mi familia no era muy diferente al de cualquier otra del momento. El régimen surgido de la contienda espantosa dejó al desnudo la calaña moral de la iglesia católica y su miserable estrategia del todo vale para implantar la verdadera fe y la cínica  posibilidad de salvación. Fuese cual fuese la salvación que se proclamaba desde púlpitos y cartas pastorales, solo era posible dentro del seno de la iglesia. No hay salvación fuera de la iglesia. Esa no era una consigna. Era un dogma. Ningún dogmatismo puede librarse de la soberbia ni de la exclusión o la condena al disidente. El catolicismo, que podría aplastar el equilibrio psíquico y mental del más pintado, con la cantidad de dogmas que arrojaba encima de nosotros, uno tras otro, sin descanso, sin respiro, sin más opción que la ciega aceptación, pretendía erigirse en una línea recta, sin desvíos ni bifurcaciones, hacia la gloria eterna. La iglesia, la santa iglesia católica, apostólica y romana. La misma que no había tenido el menor empacho en bendecir el bando de los sublevados en la guerra civil y otorgale el sacrosanto título de cruzada. Cruzada contra el comunismo, contra el ateísmo, contra el mal. La axiología del régimen criminal instaurado por Franco -cómo me jode escribir su nombre- y sus secuaces encontró su mejor aliado en la simbiosis más impía que se pueda imaginar con la santa iglesia. Los dogmas de los vencedores -en la inmediata posguerra se firmaron treinta mil penas de muerte, de las cuales solo se ejecutaron veinte mil, de acuerdo a los datos que manejo y que considero fiables- se infiltraron en el dogmatismo moral de la iglesia española. Creo que el resultado de esa mutua influencia, de esa infamante simbiosis, es lo que se llamó nacional-cotolicismo. En este momento, me da igual como lo llamaran. La vergonzosa imagen de obispos y cardenales haciendo el saludo romano, o la siniestra y más repugnante que cualquier visión de ancestrales inquisioces, del sacerdote pistola en mano dirigiendo el piquete de asesinos que iban casa por casa buscando rojos por pueblos y aldeas, define a la perfección lo que luego fueron los cuarenta años de régimen franquista.

         Me consta que había disidentes. Conocéis, supongo, ese aforismo referido a los niños: angelitos de Dios, testigos del demonio. Los niños hablaban, a veces… mi padre dice quea mi tío lomi abuelo estuvo… Disidentes. No me refiero, dado el sesgo que ha tomado este recuerdo, al inveterado anticlericarismo consustancial, al parecer, a la esencia de este país acometido por un secular e incurable antirreformismo. Me refiero a los dos tipos de derrotados que, como mínimo, podían encontrarse en la España de la Victoria. Por supuesto, todos los que combatieron con convicción en el bando republicano, a los que hay que sumar aquellos que lo hicieron en el bando sublevado, pero no para poner a Franco y sus secuaces en el poder. De estos, algunos pagaron también su disidencia de diversas formas, y otros tragaron saliva, renunciaron a sus ideales y se adhirieron al régimen. España era una enorme llaga infectada, llena de pus, eso es, un absceso purulento, sí, que nunca pudo reventar  ni drenarse, una herida gangrenosa cubierta por una gruesa postilla que, es muy posible, continúe ahí instalada hoy, ahora mismo, cuando yo escribo, el 15 de marzo de 2020, sometido al estado de alarma que rige en todo el estado, confinado por la pandemia del coronavirus, COVID19.

         Me mantengo a la expectativa para cuando toda esta locura acabe. De momento, aunque la cosa ya venía siendo así desde bastante tiempo atrás, esta crisis sanitaria, social, empresarial, política, ha dejado de manifiesto que España, esa confusa realidad que llamamos España, está en verdad infectada por un virus, doloroso y extenuante, de fragmentación, intolerancia, mezquina división  sectaria y raquitismo político y miseria moral.

         Aparte el permanente, meticuloso y bien calculado adoctrinamiento bipolar al que estábamos sometidos -al que toda la sociedad en todos sus ámbitos estaba sometida-; aparte los cíclicos eventos religiosos que la iglesia aprovechaba para su labor de control de mentes y conciencias, -semana santa, cuaresma, corpus christi, navidad…-; aparte de las embestidas evangelizadoras a base de misiones -si recorréis la geografía gallega y visitáis sus múltiples iglesias, veréis en sus fachadas  cruces conmemorativas de las santas misiones con las que se pretendía convertir en buenos cristianos, es decir, dóciles siervos de la Dictadura a los dispersos habitantes del rural. Para las ciudades, en las que también se celebraban misiones, había diseñadas otras estrategias-; aparte de todo ello, todos los centros de enseñanza imponían -asistencia obligatoria- ejercicios espirituales. Los ejercicios espirituales solían durar tres o cuatro días. En el instituto en el que yo estudiaba nos dividían por grupos de edades y nos dejaban en manos de un cura contratado ad hoc. Variaban muy poco de un año a otro. Nosotros éramos unos réprobos degenerados -es increíble como este país pudo sobrevivir a la ola de depravación que, al parecer, lo desolaba-, éramos culpables convictos, con inapelable sentencia dictada de todos los sufrimientos de Jesús y su santa madre y, ¿cómo no?, de su horrible muerte en la Cruz. Se ha hablado mucho de la polémica formulación escénica de la película Pasión, de Mel Gibson. Yo no la he visto. Solo algún fragmento suelto. Pero eso para mí o para cualquiera de mi generación que no encontrase modo de eludir la terapia moral a la que se nos sometía, es pecata minuta. Los predicadores que estábamos obligados a escuchar, recreaban con frases rebuscadas y crueles, con todo lujo de detalles, todos los tormentos y vejaciones que una pandilla de sayones inmisericordes e irredentos aplicaron, con saña diabólica, al dulce y divino cuerpo de El Señor. Pero, al final, resultaba que aquellos salvajes sayones éramos nosostros. Nosotros con nuestros pecados. ¿Qué pecados, me cago en la puta que los parió a todos, cabrones, qué pecados? A mis diez, once, doce años, ¿cuáles podrían ser mis pecados capaces de asesinar a todo un Dios? Recuerdo con mucha nitidez la escena. La capilla del instituto repleta de adolescentes recién estrenados, el cura de turno en pleno arrebato condenatorio, un cura tirando a orondo y rubicundo, de voz tronante -faltaría más- enfrentado a todos nosotros, una mano en alto, como si quisiera arañar el cielo o descargar una monstruosa palmada sobre nuestras cabezas humilladas. Y mientras Cristo muere en la cruz, gritaba, ¡vosotros haciendo cochinadas detrás de las puertas! Como es natural, a nuestra abominable condición de asesinos deicidas, le seguía inevitable el castigo: la muerte y las penas del infierno. ¡Oh, si yo os contara cómo nos describían el infierno! ¿Os habéis quemado alguna vez un dedo con una cerilla? ¿Sí? ¡Pues eso no es nada comparado con el fuego eterno que abrasará vuestras almas durante toda la eternidad! Este es un ejemplo, pero no el más terrorífico. Y las historias góticas de aparecidos venidos de las incandescentes tinieblas del averno para advertir a los amigos del destino que les aguardaban si persistían en sus vidas descarriadas. Ahí está, por ejemplo, la conversión de San Bruno, santo fundador de los cartujos.

         No había más. Cristo nos había redimido, sí, pero la deuda había que pagarla y con creces. Y, además, debíamos estar muy agradecidos al Caudillo que nos había salvado de las hordas salvajes y destructoras de los sindiós, los impíos judíos -ellos también habían matado a Cristo, no solo nosotros-, los masones y los ateos. Y el comunismo, ¡ay, el comunismo!, que lo englobaba todo.

         Yo era particularmente sensible a estas embestidas evangelizoras. Ya fuera por mi temperamento, por mi carácter, por mi sensibilidad o por el aire impregnado de severa religiosidad que me veía obligado a respirar, lo cierto es que, año tras año, los ejercicios espirituales me dejaban muy conmovido y a mi ánimo conturbado se le aparecía, con mayor o menor intensidad, la posibilidad de meterme al seminario, de hacerme cura. La verdad es que, luego se me pasaba en unos días, pero reaparecía por la semana santa, con toda su macabra truculencia, o alguna otra vaina de ese jaez. Incluso el cine, del que era, eso sí, muy fiel devoto, contribuía a mis raptos vocacionales. Las películas de contenido religioso desfilaban como en un engranaje sin fin, por las pantallas de las seis salas que llegó a haber en Lugo.

         Una tarde nos condujeron al salón de actos. Habían venido unos frailes misioneros y nos iban a proyectar una película. Se trataba de un documental, filmado en 16 mm, sobre su labor evangelizadora en África. Los recuerdo muy bien a los dos, conservo muy claras sus imágenes, el paso del tiempo ni las borra ni las enturbia. En una primera observación, cada uno llamaba la atención por su característica más ostensible. Uno por sus modales dulces y amanerados, el otro por todo lo contrario. Alto, delgado, con barba, imponía su rotundidad. Resultaba muy atractivo, la verdad. Recuerdo el nombre de los dos, pero no creo que vengan al caso. Proyectaron la película y nos dieron una charla. El barbado nos la dio. El otro parecía venir de comparsa. Se limitaba a mirarnos y a sonreír con dulzura. Traían unas fichas para cubrir con nuestros datos personales. Yo tuve uno de mis arranques que en tantos fregados me metieron a lo largo de mi vida. Agarré una buena cantidad de aquellas fichas y comencé a cubrirlas con los datos de mis compañeros. Reuní un buen número de ellas y se las entregué al fraile barbado. Él me miró con ojos profundos, me apuntó con el dedo índice y me dijo:

         -Ahora te apuntas tú.

         Y así lo hice. Sin ninguna convicción, como un juego o una broma. Por no llevar la contraria al fraile aquel. En su argot, lo que estaban haciendo era captar vocaciones. El equivalente a los seminarios menores donde los seminaristas cursaban el bachillerato dentro de un ambiente preparado para que floreciese la vocación, las órdenes y congregaciones religiosas ofrecían lo que solía denominarse escuelas apostólicas. Venían a ser lo mismo que los seminarios menores, supongo, aunque, quizás, con un punto más de rigor en el cultivo vocacional. Y eso era lo que vendían a las familias cristianas: la posibilidad de que sus hijos estudiasen. En mi caso, hablamos de Lugo y, además, de una familia de clase media que ya estaba proporcionando estudios a sus hijos. Pero estas levas, también se hacían por los pueblos y aldeas más remotos, en los que el destino más probable de sus niños sería, indefectible, quedarse allí con unos estudios primarios mejor o peor cursados, la mayoría de las veces inacabados, y dedicarse a las labores más comunes que el medio propiciase. Los seminarios y las escuelas apostólicas de aquella época acogían a cientos de niños, adolescentes y jóvenes. Las ordenaciones sacerdotales que se consumaban cada año no sumaban menos de cuarenta o cuarenta y tantos ordenandos. La cosecha de curas y frailes era abundante, muy abundante cuando España a penas comenzaba a sacudirse la sucia y espesa pátina con que la miseria la había barnizado.

         La congregación a la que pertenecían aquellos frailes se la conocía como Los Padres del Espíritu Santo. El nombre de la organización era más largo: Congregación del Espíritu Santo y del Sagrado Corazón de María. Y, claro está, tenía sus orígenes en Francia. La había fundado un judío converso alsaciano, el venerable padre Libermann -creo que en la actualidad ya es beato-, curioso personaje que merecería una demorada atención que aquí no le vamos a conceder. Congregación del Espíritu Santo y del Sagrado Corazón de María. Tal es el nombre del agujero negro al que fui a parar. Pero eso ocurrió unos cuantos años más tarde. Yo me fui con estos frailes a los diecisiete años, y la anécdota de las fichas que acabo de contaros ocurrió cuando tenía trece. Hace mucho tiempo que tengo ganas de contar por lo menudo lo que fue y lo que supuso para mí y para mi vida mi paso por esa organización religiosa. Tal vez haya llegado el momento de hacerlo. No tengo claro, la verdad, si acometer esa empresa ya, explicándolo para que entendáis en que condiciones anímicas llegué al famoso e imprevisto pre-universitario, o, explicaros con brevedad lo que aquellas vivencias supusieron y la huella que dejaron en mí, y dedicar otros cuadernos exclusivos a mis tiempos de vida religiosa, -camino de perfección, la denominó el concilio vaticano segundo-.

         Lo pensaré. Mientras vais leyendo estos, no sé si recuerdos o regurgitaciones, lo pensaré.