Ilustración de Rosalía Díaz

Ensayo para una obra de teatro
por Monón Díaz


     PERSONAJES:

               ELLA, mujer todavía joven.

               Él, marido de la anterior.

               PSIQUIATRA

               RECEPCIONISTA, marido de la Psiquiatra.

               PACIENTE, hombre entrado en años.


La consulta de la Psiquiatra. Está dividida en tres espacios, sin ninguna barrera entre ellos: recepción, sala de espera y despacho. Al inicio, en recepción, el Recepcionista, Ella y Él. La Psiquiatra en su despacho. El Recepcionista consulta de nuevo el dietario para comprobar la cita de Él y Ella. Ella es una mujer todavía joven, atractiva, bien arreglada. Se muestra huraña, contrariada. Él, de una edad similar, viste traje convencional y luce lo que se entiende por buena presencia. Parece algo desconcertado, tal vez nervioso. Lleva un termo metido en su estuche de cuadros.

     Él – Tenemos cita con la doctora para las…

Recepcionista – Ya veo. Ustedes son los que vienen de…    

Él – (Precipitado) Sí, el doctor Izquierdo nos habló de la doctora. Él mismo, en persona nos gestionó la cita.

     Recepcionista – Correcto, sí. La cita es para ella,   ¿verdad? ¿Es usted quien viene la consulta?

Ella va a responder, pero Él se anticipa, precipitado.

     Él – Verá… en realidad… quiero decir, no sé, no se trata tanto de una consulta como de una, ¿cómo se lo diría?, de una orientación. El doctor Izquierdo me habló… nos habló…

     Recepcionista – No se preocupe; todo está en orden.   Vengan conmigo.

Pasan a la sala de espera.

     Recepcionista – Usted espere aquí, haga el favor. (A Ella) Pase, la doctora la espera.

     Él – (Precipitado. Nervioso) ¿Y yo? ¿No voy a entrar yo? Creí que la doctora nos entrevistaría a los dos juntos. Después de todo, lo que está ocurriendo nos   afecta a los dos.

     Recepcionista – La doctora tendrá una primera toma de contacto con su esposa, para quien se solicitó la    consulta. Luego, si lo considera oportuno, hablará con usted. Siéntese por ahí o vaya a tomar un café, como prefiera. La sesión durará una hora. (A Ella)Pase,haga el favor.

Él quedará con aspecto humillado en la sala de espera, con su termo extraviado entre las manos. El Recepcionista regresa a su puesto. Ella se acerca a la mesa de la Psiquiatra, que le tiende la mano sin levantarse. Se saludan.

     Psiquiatra – Buenas tardes. Siéntese, por favor.

Ella se sienta muy erguida, tensa.

     Psiquiatra – Para empezar me gustaría recoger algunos datos. Veamos: su nombre ya lo tenemos, edad, casada, hijos… ¿tiene hijos?

     Ella – (Incómoda) No, no tuvimos hijos.

     Psiquiatra – ¿Cuánto tiempo lleva casada?

     Ella – Va para quince años.

     Psiquiatra – ¿Alguna enfermedad u operación de   importancia?

     Ella – (Marcándolo mucho) No, señora; ninguna. Toda mi vida fui una mujer muy sana.

     Psiquiatra – Está bien, muy bien. (La mira fijamente, abiertamente) Dígame, ¿qué es lo que le ocurre?

     Ella – ¿A mí? A mí no me ocurre nada.

     Psiquiatra – ¿Por qué se encuentra aquí, entonces?  Alguna razón habrá para que solicitara esta consulta.     

Ella – Yo no solicité ninguna consulta. Eso debe quedar bien claro. Mi marido fue quien la solicitó. Se empeñó en que deberíamos visitar un psiquiatra.(Pausa A ver, en realidad, la idea tampoco fue suya. Consultó con uno amigo, un amigo suyo que es médico.

     Psiquiatra – El doctor Izquierdo.

     Ella – Ese mismo. Le consultó lo que nos estaba pasando y él le aconsejó que acudiéramos a un   psiquiatra. Yo no le veo ninguna razón.

     Psiquiatra – Pero usted aceptó.

     Ella – Algo teníamos que hacer. Hasta ahí, de acuerdo. Mas, con perdón de su cara, doctora, un psiquiatra no     pinta nada en este lío.

     Psiquiatra – Para eso estamos aquí, para valorar la situación y ver lo que conviene hacer. Si no tiene    inconveniente, cuénteme lo que les está pasando.

     Ella – (cómo si hablara consigo misma) Un psiquiatra. ¡Por favor! ¿Para qué? No tiene ningún sentido, usted      misma lo verá.

     Psiquiatra – Cuénteme lo que le está pasando, haga el favor.

Silencio. Ella se muestra indecisa, insegura.

     Ella – El chocolate.

Silencio

     Psiquiatra – Sí, ¿qué es lo que pasa con el chocolate?

Ella – Desaparece. (Pausa. Mira por primera vez abiertamente a la doctora. La mira con aprensión) Yo lo coloco en la alacena, en un estante; tres, cuatro tabletas, y desaparecen. Desaparece una, dos…  

Psiquiatra – ¿Por qué emplea esa palabra,“desaparece”? Ella – ¡Porque desaparece! De-sa-pa-re-ce!

     Psiquiatra – ¿No considera más apropiado pensar que   alguien se lo lleva o lo come?

     Ella – ¡Pues claro! Claro que alguien se lo come. Por eso desaparece. Pero en casa solo estamos mi marido y yo. Nadie más. (Empecinada) Mi marido y yo. Nadie más. Yo no soy quien se lo come, de eso puede estar segura. Mi marido tampoco. Por lo menos eso es lo que dice. (Encarándose, desafiante, con la Psiquiatra) Si él no lo come ni yo tampoco, el chocolate desaparece, ¿está claro, no? ¿No le parece lógica esta conclusión?

Psiquiatra – Perfectamente lógica. Pero tenemos otras conclusiones posibles. Por ejemplo que uno de los dos mienta.

     Ella – (Incrédula, casi indignada) ¿¡Que uno de los dos mienta!? (Pausa) Pero, ¿por qué? ¿Por que tendríamos que mentir ninguno de los dos? ¡Que locura! Comer chocolate no es ningún crimen tan horrendo que se tenga que ocultar.

     Psiquiatra – Puede mentirse inconscientemente.

Ella la mira incrédula, ahora sin indignación.

     Ella – ¿Insinúa que uno de nosotros dos podría estar comiendo el chocolate sin enterarse,como se estuviera sonámbulo o algo así? ¿Es eso lo que me está sugiriendo?

     Psiquiatra – No sería nada extraordinario.

Silencio. Ella continúa con su mirada incrédula.

     Ella – ¿Y las envolturas? Las envolturas tendrían que aparecer en algún sitio, digo yo. Las tabletas se volatilizan. ¡Ni la más mínima huella queda de ellas! Psiquiatra – Está bien, ¿no lo ve? Ya tenemos una    razón que justifique esta consulta. Tenemos un hecho extraño que la perturba y sobre lo que podemos    reflexionar. ¿Que le parece?

     Ella – Usted cree que yo estoy loca.

     Psiquiatra – Nada de eso. Ni por asomo. Solamente     formulé una propuesta: que reflexionemos sobre algo, digamos, fuera del normal. Fue lo único que hice. Detectamos un problema, un problema que a usted la   perturba y que, por lo que veo, también perturba sus      relaciones de pareja.

     Ella – A mi marido también lo perturba este… problema. No soy yo la única perturbada.

     Psiquiatra – Ahora hablamos de usted. Lo que acontezca o deje de acontecer con el chocolate, sea lo que sea,  no había debido interferir por el momento. Ya se aclarará. Usted padece una alteración seria, tan seria como para tomarla en consideración. Centrémonos en    eso. Todo lo demás vendrá rodado.

El Paciente accede a la recepción. Se trata de un hombre entrado en años, de aspecto muy apacible y cordial.

     Recepcionista – Buenas tardes, ¿cómo lo vamos llevando?

     Paciente – Buenas tarde. ¡Phsst! Vamos tirando. Bastante bien.

     Recepcionista – Estupendo. Acomódese por ahí. No creo que tenga que esperar mucho.

     El Paciente accede a la sala de espera donde permanece Él. Intercambian saludos rutinarios y cada uno vuelve al suyo. ÉL continuará impaciente y contrariado, e inquieto. Se sienta, se levanta, coge una revista, la deja… El Paciente lo observa con curiosidad huidiza, elige una revista y se enfrasca en ella.

     Ella – ¿Medicación? ¿Está hablando de medicación? ¿Por qué tengo que medicarme?

     Psiquiatra – Cualquier problema se enfrenta mejor desde la calma, desde la serenidad. Conviene que usted esté relajada para enfrentar los hechos que ahora     mismo desestabilizan su vida. Hablamos de un tratamiento muy suave, lo justo para que usted   permanezca lo más tranquila posible.

     Ella – A ver se lo comprendí bien. Alguien se está llevando mi chocolate de mi alacena, ¿y yo tengo que   ponerme a tratamiento? ¿Venga ya, doctora! Eso no tiene ningún sentido!

     Psiquiatra – A lo mejor no, a lo mejor ahora no seamos  capaces de encontrarle ningún sentido. Estamos aquí    justamente para encontrarlo. Los medicamentos pueden ayudar.

     Él – (Al Paciente) Perdone, no quisiera molestarlo; está usted ahí tan tranquilo…

     Paciente – (Posando la revista sobre los muslos) No se preocupe, no me molesta.

     Él – Es que… no sé… ¿cómo se lo diría?… Estoy un poco desconcertado.

     Paciente – ¿Es la primera vez que visita un psiquiatra?

     Él – Sí… no… mi mujer, ella es la que viene. Está ahora ahí dentro con la doctora.

     Paciente – Comprendo que se preocupe por su mujer, es natural. Si le sirve de algo, yo llevo ya unas cuantas sesiones con la doctora y me va muy bien.

     Él – ¡Por favor, no me malinterprete! (Pausa) Pero, no     sé, ¿cómo puedo decírselo sin…?, hay ciertas cosas que no encajan. Repito que no había querido molestarlo.   Usted estaba ahí tan tranquilo y, además, asegura que   le va bien. Nada más alejado de mi ánimo que sembrar dudas o malentendidos.

     Paciente – No se preocupe. Cada uno habla de la feria como le fue en ella. A mí me va bien, pero si usted tiene dudas…

     Él – (Echando mano el termo y desenroscando el tapón que también sirve de vaso) ¿Le apetece un café?

     Paciente – (Sorprendido y divertido) No me diga que va por el mundo con un termo lleno de café. Otra cosa no habrá, pero en esta bendita ciudad lo que sobran son cafeterías.

     Él – (Algo corrido, con risa nerviosa) No puedo evitarlo. Si no hay otro remedio, tomo un café donde sea, claro, faltaría más; pero no me gusta, no consigo     que me guste, no encuentro ninguno cómo el de casa. Como el de  casa, ninguno. Colombia, tueste natural y, además, la manera de hacerlo, los tiempos, el reposo… Ya me entiende. Una manía, lo sé, lo reconozco. Yo voy   a tomar un café. (Consulta el reloj) A esta hora siempre tomo uno. (Echa café en el tapón) ¿De verdad que no quiere? Si es por reparo, beba usted primero. Paciente – Muchas gracias, pero ahora no.

     Él – Comprendo que le parezca raro. Mi mujer dice que no soy más que un maniático y seguro que lleva razón…  No puedo remediarlo.

     Paciente – Todos tenemos nuestras manías. Es normal.

Él bebe con cierto aire de vergüenza. Observa los restos en el tapón, los apura y vuelve enroscarlo y mete el termo en el estuche.

     Paciente – Antes dijo que se sentía desconcertado, que algunas cosas no encajaban.

     Él – Lo dije, cierto, sí. A lo mejor no es más que    otra de mis manías. Doy demasiadas vueltas a las cosas. Tengo la sesera siempre echando humo.

     Paciente – Analizar las situaciones que nos afectan no parece ninguna tontería.

     Él – No, por supuesto que no; pero darle tantas vueltas a las cosas…

     Paciente – ¿Por que no me dice lo que le preocupa? A lo  mejor puedo ayudarlo. No olvide que llevo bastante tiempo acudiendo a la consulta de la doctora. ¡Soy    todo un veterano! Además, discúlpeme, pero intuyo que eso justamente es lo que desea hacer, contarme sus preocupaciones.

     Él – A ver, más que de una preocupación se trata de   una impresión, de una mala impresión. Entro aquí, en la consulta de una mujer psiquiatra, y me encuentro   con que el recepcionista es un hombre. Francamente, no me gustó. Me desagradó.

     Paciente – Es su marido.

     Él – ¿Qué?

     Paciente – Su marido. El recepcionista es el marido de la doctora.

     Él – ¿Qué me dice?¡Su marido! Y lo tiene ahí, haciéndole de portero? ¡Jesús!

     Paciente – También él es psiquiatra. Y tengo entendido que muy bueno. Es extranjero, ¿no le ha notado el  acento?

     El – (Asombrado) Manda llover en la Habana! (Pausa)   ¿El acento? No, no aprecié nada. Venía muy nervioso. Esta decisión de que a mi mujer la visite un     psiquiatra… todo lo que está ocurriendo en casa… ¡Buf!     Estoy muy confuso, puede creerme.   

     Paciente – Le creo, le creo, pero así son las cosas. (Pausa) Pues sí, también él es psiquiatra. No puede ejercer. Es extranjero y todavía no revalidó sus títulos. Pero es muy bueno. La propia doctora fue quien me lo dijo. Más aún, me dijo que, en cierto     modo, forman equipo, que algunos casos los estudian juntos.

     El – No sé que decir, de veras. Me ha dejado usted…  (Pausa. Él permanece pensativo durante unos segundos).     Tampoco me gustó que no me dejasen entrar en la consulta con mi mujer.

     Paciente – Hable con la doctora. Exprésele sus dúdas, sus preocupaciones. Seguro que ella lo atiende sin  ninguna reserva. Es muy amable.

      Recepcionista – Hágame caso, todo va cómo tiene que ir.

     Él – Si yo no digo que no, pero, la verdad, no me     gusta que hable con ella a solas. Sigo pensando que, antes de iniciar nada, deberíamos exponer cada uno de nosotros nuestro punto de vista. Ahora mi mujer está    ahí sola hablando con una psiquiatra… ¡quien sabe las cosas que puede estar diciendo! Sobre nosotros, sobre nuestras relaciones. Es nuestra intimidad, ¿no comprende?

     Recepcionista – Comprendo perfectamente y lleva usted razón. Es más que probable que su mujer hable con la   doctora de cosas íntimas, de su propia intimidad y de la intimidad de ustedes dos. Por descontado que lo estará haciendo. No debe ver nada raro en eso. Es lo que se espera que ocurra en una psicoterapia.

     Él – Pues, que quiere que le diga?, justamente eso es lo que me fastidia. Yo debería estar presente, ¿no le    parece? ¡Qué sé yo lo que mi mujer puede estar   diciendo! Y la doctora no dispone de ninguna forma de corroborarlo si no escucha otra versión, mi   versión.

     Recepcionista – Comprendo sus escrúpulos, pero créame que están fuera de lugar. Primero, porque la doctora   está acostumbrada a toda clase de confidencias que, en  realidad, ella no contempla como tales. La doctora no se va a asombrar por nada de lo que su mujer pueda revelarle ni lo tomará como una confidencia, insisto. La doctora el único que precisa es ir acumulando hechos, razones para entender que es lo que le ocurre a sus pacientes. Ella posee un saber, un saber adquirido a través de sus estudios, de su especialización, de la práctica de su profesión, y de una puesta al día continuada. Los pacientes, en este caso su mujer, poseen por su parte otro saber del que, en ocasiones, ni siquiera son conscientes. La    psicoterapia lo único que pretende es poner en relación ambos saberes y llegar a una conclusión. Nada     más. En cuanto a la segunda cosa por la que usted debe tranquilizarse… La doctora está obligada por el   secreto profesional. Igual que un confesor, por decirlo de una manera gráfica.

     Él – De acuerdo, de acuerdo. (Pausa. Él permanece en suspenso, rumiando todo lo que escuchó) Tengo entendido que ustedes dos, la doctora y usted,   analizan juntos los casos que ella atiende. Ese   secreto profesional no parece muy rígido.   Recepcionista – Está usted muy alterado y no tiene por  qué, hágame caso. Permita que le explique una cosa.   Cierto que estudiamos juntos alguno de los casos que     mi mujer, la doctora, atiende. Eso no cambia nada en lo tocante al secreto profesional. Yo también soy   psiquiatra. También yo estoy obligado por el secreto   profesional. Además, la doctora no consulta conmigo   ninguno de sus casos sin la autorización del    interesado.

     Él – Está bien, está bien. Tampoco es eso lo que más me fastidia. Se trataba de una orientación, de una valoración de lo que nos está pasando. No creo que fuera necesario desnudar nuestras almas a causa de lo que, tal vez, no sea más que una chorrada. Recepcionista – Tranquilícese, hágame caso. Deje que una profesional haga su trabajo. ¡Si todo resultara   una chorrada, mejor que mejor! La doctora no tardaría en detectarlo. Sus temores son infundados, hágame caso.

Ella muestra ya un claro deterioro físico unido a una patente dejadez en el vestir.

     Ella – Están jugando conmigo.

     Psiquiatra – ¿Quién? ¿Quién cree que juega con usted? Ella – Mi marido y… usted, doctora. Ustedes dos están   jugando conmigo.

     Psiquiatra – Puedo asegurarle que me limito a la más estricta actuación profesional. Mi único propósito es ayudarla.

     Ella – ¡Ayudarme! Mire de que me sirvió su ayuda. Me convirtió en una enferma, en una desequilibrada.    

Psiquiatra – No debe olvidar que existe una perturbación que la perjudica gravemente. La perjudica a usted y a las relaciones con su marido.

     Ella – Mi marido… Existe un hecho, claro que sí, existe un hecho que nos alcanza a los dos por igual. No solo a mí. Llevo insistiendo en este punto desde   que me senté en esta silla por primera vez. ¿Qué    derecho tenían ustedes para volverlo solo contra mí?

     Psiquiatra – No se trata de…

     Ella – ¿Qué derecho tiene ninguno de ustedes dos para negar sistemáticamente la verdad?

     Psiquiatra – (Mostrándose interesada) ¿Le interesa hablar de la verdad?

     Ella – ¿Y por que no? ¿Acaso piensa que le tengo miedo?

     Psiquiatra – ¿De qué verdad desea hablar?

     Ella – ¿De qué verdad va a ser? De la que nos lleva enloqueciendo aquí desde no sé cuanto tiempo.  

Psiquiatra – De acuerdo. Y, para usted, ¿cuál es su   verdad?

     Ella – ¿Qué le dije? Juegan conmigo. Pese a la   imparcialidad que había debido suponerse en una psicoterapia, usted toma partido. La cuestión no estriba en mi verdad, doctora, sino sencillamente en la verdad, en una, en una verdad concreta.

     Psiquiatra – De acuerdo, vayamos por ese camino, si es     eso lo que usted quiere. Una elucubración sobre la verdad, veamos hasta donde nos lleva.

     Ella – No tengo ningún interés en elucubrar sobre la verdad, doctora. Pretendo que nos limitemos a los hechos. Yo son una mujer normal. En mi vida jamás hubo     ningún problema digno de consideración. Si ahora me veo retenida en este lío de psicoterapias y medicaciones, se lo debo únicamente a mi buena fe. Mi marido consideró conveniente llegar hasta aquí y yo acepté. De buena fe, insisto, aunque con todo el escepticismo del mundo. En casa estamos solo nosotros dos. El chocolate desaparece. No soy yo quien se lo lleva ni quien lo come; él asegura que tampoco. Admitamos que, efectivamente, las cosas son así. De acuerdo, nos encontramos ante una situación complicada. Pero, ¿por que la vuelven solo contra mí?

     Psiquiatra – ¿Piensa que su marido conspira contra usted?

     Ella – (Como si no hubiese oído) ¿Por qué rechazan una y otra vez la veracidad de mi afirmación y desde esa   aceptación enfrentamos el asunto?

     Psiquiatra – Nadie rechaza sus afirmaciones. Simplemente constatamos contradicciones.

     Ella – ¡Contradicciones! ¿Son mías las contradicciones? ¿Quién decidió eso? ¡Soy yo! Soy yo que padezco alguna suerte de alteración nerviosa; soy yo que tengo mis sentidos alterados; soy yo que sufro alguna forma de paranoia o de esquizofrenia o de…, soy     yo que invento la constante desaparición del chocolate del estante de mi alacena. (Pausa) ¿Por qué habría de hacer cosa semejante? Yo me llevaba bien con mi marido, ¿qué necesidad tenía de inventar historias      absurdas para atraer su atención, para obligarlo a    estar pendiente de mí? Todo iba bien entre nosotros. No había recelos. Nuestras vidas transcurrían sin problemas, con honradez en las relaciones y con sinceridad. Sobre todo con sinceridad. Confiábamos el uno en el otro. Por lo menos era lo que parecía. (Pausa) ¡La verdad! ¡Que sé yo lo que es la verdad!   ¡Ni falta que me hace saberlo! Lo que sí sé, de cierto, de cierto, es que no soy yo quien  se come el chocolate y que el chocolate desaparece. Nadie tiene derecho a tacharme de maniática o de algo mucho peor.

     Él – Yo tampoco lo como y en casa solo estamos  nosotros  dos. Tu negativa me acusa directamente a mí. ¿Qué querías? ¿Que siguiéramos cada uno aferrado a su verdad, acusándonos mutuamente sin palabras? Así no llegaríamos la ninguna parte. Se hacía necesario desbloquear este absurdo paroxismo.

     Ella – ¿Convirtiéndome en una loca mentirosa?

     Él – Lo único que te pedí fue colaboración; colaboración para salir de la trampa en la que estábamos presos.

     Ella – Yo no soy tonta, querido. No seré tan estudiada como tú, pero algo alcanzo. En mi vida sentí la necesidad de formularme que es la verdad. Eso es algo que normalmente nos viene dado. ¿Dónde viste tú que la gente ande de un lado para otro formulándose qué es la verdad? Puedes estar seguro de que yo no andaba por ahí formulándome o formulándole a los demás cuestiones tan filosóficas. (Pausa) No me gustan los dogmas. Eso sí puedo decirlo. Me horrorizan. Verdades bloqueadas y cerradas. Inamovibles. Mas la verdad y el dogma no tienen nada que ver. Nada. Hay verdades, claro que las hay, verdades grandes y poderosas, tan grandes y poderosas como las que pudiera encerrar cualquier     dogma. Verdades incrustadas en las cosas más simples. Hechos rotundos, indiscutibles, refractarios a   cualquier interpretación que los desvirtúe. El tren   partió a las once y diez. Punto, no hay más. Ayer me acosté a las doce. Punto, acabó el cuento. Hoy comí  pollo con patatas. Verdades. Hechos ciertos, irrefutables.

     Él – (Que la miró con una mezcla de enojo y pena mientras hablaba) ¿Qué pasaría si uno de los dos confundiese el pollo con conejo, pongamos por caso, o creyera ver las once y cuarto en el reloj en vez de     las once y diez?

     Ella – ¿Y qué había pasar? Nada, no tendría que pasar nada. Seguro que encontraríamos el modo de demostrar   que el pollo era pollo y que las once y diez las once y diez. Siempre existe el modo de solucionar una duda; una duda que no sea maliciosa, naturalmente. Además, podemos ceder. Delante de la duda, podemos ceder. ¿Qué perdemos con concederle la razón al otro en las cosas corrientes? (Pausa) Te juré una y mil veces que no soy yo quien hace desaparecer el chocolate. ¿Qué más precisas? ¿Por qué te niegas a aceptar mi verdad?

Él se levanta, da un par de pasos sin intención, frota las manos contra el pantalón, vuelve ligeramente la cabeza.

     Él – Por dos motivos. Porque tu tozuda negativa me    acusa directamente a mí, (la enfrenta de nuevo, con resolución ahora) y porque tu insoportable obstinación me da miedo.

La tercera transformación se consumó. Ella no es más que un vago recuerdo de la mujer que era al principio. Engordó, envejeció y un aire de torpe dejadez la envuelve.

     Ella – ¿Tengo que seguir tomando todas estas pastillas? (Dejó sobre la mesa varias cajas de   medicamentos) ¡Me deshacen la vida!

     Psiquiatra – Podemos revisar el tratamiento. No obstante, en nuestra última entrevista usted reconoció que se encontraba muy alterada.

     Ella – ¡Claro que estaba alterada! ¡Aún lo estoy! ¿Cómo pretende que no lo esté?

     Psiquiatra – La primavera entró ya de lleno. No parece el mejor momento para jugar con la medicación.

     Ella – ¿La primavera? ¿De qué primavera habla,   doctora? ¿Dónde está esa primavera? ¡A mí me la   robasteis!

     Él – No te esfuerzas, no pones nada de tu parte. ¡Nada! Esto empieza a resultar insoportable.

     Ella – Y tú? Que es lo que pones tú de tu parte? Destrozaste mi vida!

     Él – ¡Por favor, no me vengas otra vez con la misma   cantinela! ¿Por qué te niegas a reconocer lo evidente?   Ella – ¿Lo evidente? ¿Qué es lo evidente? ¿Que estoy loca? ¿Es eso lo evidente?

     Él – De verdad; te lo juro: no puedo más.

     Ella – No, si ahora va a resultar que la víctima eres tú.

     Él – ¡Santo Dios! Te ruego…

     Ella – ¿Ruegas? ¿Ahora vienes con esas? ¿Y mis ruegos?  ¿A dónde fueron a parar mis ruegos? ¿Tan difícil resultaba creerme? Conseguiste hacerme dudar de mí    misma, de mi cordura, de mi coherencia. Me separaste de mi propia conciencia. Y eso lo hiciste tú, solamente tú. ¿Cuánto tiempo llevamos hundidos en este asqueroso pozo sin fondo? Yo no dejé de comprar chocolate, no dejé de colocarlo en el mismo estante de la misma alacena, y no dejé de comprobar como el chocolate desaparece. ¿Por qué no me crees en lugar de decidir que estoy loca y mandarme a un psiquiatra?

     Él – Esta situación resulta insufrible. ¿Cómo puedes culparme a mí de tus paranoias? Yo no hice más que lo correcto: consulté con expertos y seguí sus recomendaciones.

     Ella – ¡Expertos! ¡Mírame bien, a mí; mira en lo que me convertisteis tu y tus expertos! Yo no era así, nunca fui así. ¿Qué es lo que somos, eh, quieres decírmelo? Te diré lo que somos: dos extraños, dos   extraños recelosos el uno del otro, desencantados,    prácticamente sin relación. Dime, ¿cuánto tiempo hace    que no tenemos sexo?

     Él – ¿Sexo? ¡Cuánto tiempo hace que no existe nada entre nosotros! ¡Nada de nada! Solo reproches.

Se miran largamente. Por fin Él sale.

     Ella – Perdone, doctora, pero no pienso callar. Perdí la cuenta del tiempo que llevo viniendo a    entrevistarme con usted una vez a la semana. ¿De que me sirvió? ¿Puede usted explicármelo? Se lo diré yo: un tormento. ¡Un tormento demencial, una locura! Lamento decirle, doctora, que a día de hoy todo está   mucho peor que cuándo iniciamos este maldito juego    infernal.

     Psiquiatra – Estos procesos son inevitablemente largos.

     Ella – Es usted… no sé… ¡un bloque de mármol! Todo lo que yo le digo rebota contra su impasibilidad. Resulta   irritante.

Silencio.

     Vengo aquí semana tras semana. Me siento frente a usted y me pongo a hablar. Hablo y hablo. Usted   escucha sin gesticular casi; escucha y toma notas. De vez en cuando devuelve la pelota, introduce una cuña    en mis parrafadas, una cuña fría, calculada, distante… Hábilmente logra descolocarme. ¡Me obliga una y otra vez a reconstruirlo todo! Me mantiene cerrada en un laberinto, un laberinto inacabable, sin fin, cada vez más enrevesado, más ramificado, más agobiante. En mi vida no había ninguna complicación. Ni en mi mente tampoco.

     Psiquiatra – ¿De verdad piensa que ese laberinto del que habla lo creé yo para usted? ¿Por qué no considera la posibilidad de que llevara mucho tiempo dentro de ese laberinto sin enterarse hasta ahora?

     Ella – Yo vivía tranquila, sin ninguna preocupación. Mi marido y yo formábamos una buena pareja, nos llevábamos bien, estábamos llenos de ilusiones de cara al futuro. Ahora nada de eso queda. ¿De qué me sirvieron usted y su condenada terapia?

     Psiquiatra – ¿Me culpa a mí y a mi manera de enfocar su caso de la situación en la que se encuentra?

     Ella – Doctora… Un incidente mínimo, la desaparición de unas tabletas de chocolate, y mire a donde hemos llegado. A mí me destrozó. ¿Qué es lo que queda de    aquello que fui? Nada, no queda nada.

     Psiquiatra – Debo hacer una puntualización, una puntualización necesaria: ni un solo de los problemas que usted fue exponiendo a lo largo de todo este proceso, lo formulé yo. Todo lo que a usted la perturba, lo declaró usted misma. Así debe ser, por   otra parte. Solo cuando sepamos qué es lo que la perturba y por qué, solo entonces, podremos intentar solucionarlo. Y en eso estamos.

     Ella – Pero, ¿era imprescindible que removiera en mi interior toda la basura que había dentro de mí? ¿Quién puede salir indemne de un autoanálisis exhaustivo, minucioso, despiadado, casi? ¿Quién? Mientras, el tema que nos trajo aquí se mantiene intacto, constante e inmutable; no mudó absolutamente en nada. El chocolate continúa desapareciendo. (Pausa) Pero, a estas alturas, ¿qué importancia puede tener ya? Mi vida se marchitó como una planta sin agua. Sus pastillas y su continuo remover mis entrañas…¡mire en lo que me convirtieron!

     Psiquiatra – Sea sincera, ¿está realmente convencida de que no necesitaba ayuda cuando acudió a mí ni de   que no la precisa ahora?

     Ella – ¿Ayuda? ¿Para qué? ¿Qué soy yo sino un puro    despojo? Mi marido… mi marido me dejó, marchó. Lo mejor será que marche yo también.

Ella sale. La Psiquiatra la observa marchar con señas de preocupada desaprobación.

ÉL accede la recepción. El Recepcionista le sale al paso.

     Recepcionista – Buenos días, señor. Pase, haga el favor. La doctora espera.

ÉL, muy desolado, avanza hasta la consulta, observado intensamente por el Recepcionista. La Psiquiatra rodea la mesa para recibirlo de pie. Se saludan en silencio, como dándose las condolencias.

     Él – ¿Qué es lo que hemos hecho, doctora? Por Dios bendito, dígame, ¿qué es lo que hicimos?

     Psiquiatra – Desgraciadamente, ni es la primera vez ni ha de ser la última en la que asistamos a este tipo de      desenlace.

     Él – Se suicidó! Ingirió todas las pastillas que tenía  en casa. ¡Pobre! ¿Hasta que grado de desesperación la llevamos? ¡Cuánto debió sufrir! Y nosotros sin   enterarnos. La dejamos sola, completamente sola.

    Psiquiatra – No diga eso, no sea injusto consigo mismo. Le prestamos toda nuestra atención, hicimos     todo cuanto estuvo en nuestras manos para sacarla del horrible marasmo en el que había caído. Por desgracia,    lo ocurrido con su esposa no deja de ser un desenlace bastante habitual en este tipo de situaciones.

     Él – Usted no ha entendido nada. La hemos matado. Nosotros dos. Sí, sí, nosotros dos. Nosotros dos la hemos matado.

     Psiquiatra – Tranquilícese. El sentimiento de culpa es lo peor que puede alimentar.

     Él – Por el amor de Dios, doctora… (La mira con ira y consternación) ¿Es que no lo comprende? Ella siempre dijo la verdad. Nunca mintió. Nunca sufrió alucinaciones. Decía la verdad. Siempre. Era cierto que el chocolate desaparecía. Un niño, un niño que    vive en la casa de al lado era quien se llevaba el    chocolate. Encontró la manera de colarse en nuestra   alacena a través de un ventanuco que daba a un patio de luces y cogía el chocolate. Así de sencillo. Un juego para él. Una trastada, cosa de niños. ¡Una travesura infantil! Yo mismo lo sorprendí después de que todo había pasado.¿Y ahora qué? ¿De qué sirvió toda su ciencia, doctora? Y, lo que aún es peor, ¿dónde estaba yo, donde estaba mi amor, mi comprensión, mi confianza? Se lo debía. (Pausa) No tenga dudas. Fuimos nosotros, nosotros dos, doctora, quienes la matamos.

Se oscurece el escenario. Ella entra por el fondo iluminada por una luz nebulosa, fosforescente, y avanza hasta el proscenio. El resto de los personajes entran también, todos iluminados por una luz igual, uno tras otro, mientras Ella recita su monólogo.

     Ella – Nadie volvió nunca del al otro lado; nadie volvió nunca decirnos como es aquello. Es lo que suele  decirse. Un topicazo. Nadie volvió nunca para contar la verdad de lo acontecido,  para explicar lo que realmente ocurrió. Nadie. Nunca. En ningún caso, sean cuáles sean los hechos, grandes o pequeños, llamativos o insignificantes. Por mucho que dejaran de sí mismos,   por amplia que llegue a ser su memoria, por dulce que perdure su recuerdo, los que se van, se van de todo.     Llevan a la vez que ellos todo lo que fueron y todo   cuanto pudieran llegar a ser. Jamás una persona pudo   entrar en la auténtica intimidad de otra. Sea cuál sea      el grado de apertura o de sinceridad, siempre quedarán     esquinas oscuras, inaccesibles, secretos.      Voluntariamente secretos o inconscientemente secretos,     tanto da. Y se perpetúan hipótesis tantas veces   disparatadas, otras distorsionadas, otras   absolutamente falsas, interesadamente falsas, y,    muchas, claro está, limpias, llenas de buena fe. Mas ninguna conseguirá abrir ninguna de las esquinas    secretas de la mente del que se fue. (Pausa) Nadie,      nunca, logrará establecer la verdad definitiva de mi suicidio. No os hagáis ilusiones. Yo volví, es cierto,   pero solo para recordaros que nunca podré volver en   realidad, ni jamás podré aclarar la verdad última de mi suicidio, ni en que forma intervinieron en él mi   marido o la doctora. NO, TAMPOCO YO VOLVERÉ.

Las luces oscilan unos segundos. El escenario queda de pronto en completa oscuridad.     

Begonte, 20 de octubre de 2016