Ilustración de Rosalía Díaz.

            La pregunta es: ¿debemos pensar -inexcusablemente – que la ejemplaridad moral y la excelencia deben aparecer siempre juntas?

            De algún modo esta pregunta recorre toda la Historia y la propia Historia la responde: sabemos que no, que  es y ha sido muy común, por no decir absolutamente habitual que multitud de personas que han alcanzado la excelencia en su actividad disten mucho de ser moralmente ejemplares.

            ¡Si ni el mismo Dios resiste el escrutinio! Bastaría con meter aquí el dilema de Epicuro para hacer saltar todo por los aires.

Dios, dice Lactancio en su De Ira Dei, sugerente título, sin duda, sobre todo para quienes cantábamos sin cesar aquello de no estés eternamente enojado, perdona a tu pueblo, Señor,  glosando la paradoja de Epicuro, desea eliminar los males y no puede; o Él es capaz, y no está dispuesto; o Él no está dispuesto ni es capaz, o Él está dispuesto y es capaz. Si Él está dispuesto y es incapaz, es débil, lo cual no está de acuerdo con el carácter de Dios; si Él es capaz y no está dispuesto, Él es envidioso, que está igualmente en desacuerdo con Dios; si no está dispuesto ni es capaz, es envidioso y débil a la vez, y por lo tanto no es Dios; si Él está dispuesto y es capaz, lo que por sí solo es apropiado para Dios, ¿de qué fuente son los males? ¿O por qué no los quita?

            El propio Epicuro, al parecer, formuló su paradoja de manera más sencilla:

¿Es que Dios quiere prevenir la maldad, pero no es capaz? Entonces no es omnipotente. ¿Es capaz, pero no desea hacerlo? Entonces es malévolo. ¿Es capaz y desea hacerlo? ¿De donde surge entonces la maldad? ¿Es que no es capaz ni desea hacerlo? ¿Entonces por qué llamarlo Dios?

            Es decir, podemos enfrentar la idea de Dios, del Dios que nos han vendido por aquí, omnisciente, omnipotente y omnibenevolente y llegar a la conclusión de que ni es ejemplar ni es excelso.

            Claro que, podemos hacer caso a Ignacio González Faus, citado por Emma Martínez Ocaña, de quien más adelante hablaremos,  y dejar a Dios en paz por el momento: Hablar de Dios es siempre un poco blasfemo, nos dice, o un poco idólatra. Siempre tiene algo de tomar el nombre de Dios en vano.

            Lo cierto es que el debate sobre ejemplaridad y excelencia, siempre presente, asoma de vez en cuando con fuerza inusitada cuando algo lo excita. Esta vez ha sido la muerte de Maradona lo que ha venido a exacerbarlo. Puedo prometer y prometo que no tenía pensado gastar ni una sola palabra en la polémica suscitada por la controvertida personalidad del astro argentino. Y, en realidad, no lo voy a hacer. Alguien puso ante mis ojos un interesantísimo artículo del profesor Javier Francé, El plus de Maradona, publicado en CTXT el 27 de noviembre de 2020.

             Aconsejo su lectura sin reservas. La lucidez no se debe dejar pasar. El artículo es bueno, clarificador, provechoso. Sin embargo, a mí me ha empujado a otros territorios y son esos territorios los que pretendo explorar. A la persona que me facilitó el texto, le contesté: Leí el artículo con atención. Analicé con calma algunos de sus párrafos. Concuerdo en que es un buen análisisis del fenómeno Maradona. Pero encuentro que, mucho más importante que el texto, resulta sin ninguna duda el subtexto, en este caso, pienso, completamente involuntario. Un magnífico exponente de como están las cosas hoy en día.

            Ignoro si es correcto hablar de subtexto en un artículo de fondo. Aparte de otros recursos, siempre está la ironía que engloba en sí misma un subtexto, pero no es el caso. Después de leer con atención el artículo del profesor Francé no le encuentro segundas intenciones. Pero sí encuentro subtexto. Me refiero a todo lo que quizá, no sé, podría haberse dicho y no se dice. He seleccionado un fragmento para mi comentario:

Se dirá que hay rasgos de su vida (la de Maradona) que impiden toda celebración. Podría ser, pero, ¿qué haríamos entonces con figuras como Louis-Ferdinand Céline, Pablo Picasso, Charles Chaplin, Martin Heidegger, Elvis Presley, Michael Foucault y un larguísimo etcétera? ¿No podríamos elogiar su arte porque su vida privada y/o pública no han sido inmaculadas? ¿Qué tipo de comprensión de lo humano presupone una evaluación así? ¿Estamos acaso buscando santos?

         A esa lista yo añadiría sin vacilar algunos nombres más, incluyendo el mío, por supuesto, si no fuese por su irrelevancia. Baste con que cite a Knut Hansum, por la importancia que en su momento su obra tuvo para mí y la perplejidad que me causó enterarme, leyéndolo a él mismo, de su nazismo exacerbado y su casi obsesiva admiración por Hitler, o a Quevedo, aunque aquí podría extenderme sin demasiados temores a todas las grandes figuras del Siglo de Oro. Lope en particular, sin poder dejar de admirar su obra, me produce una honda repugnancia. Y sabiendo lo que sabemos o creemos saber sobre Cervantes, ¿qué deberíamos hacer con El Quijote?

         Otro buen amigo, a quien respeto cabalmente como persona y como estudioso, dentro de este contexto aludió en repetidas ocasiones a Jean Jacques Rousseau y su inadmisible comportamiento respecto de los cinco hijos que tuvo con su compañera: uno tras otro los ingresó en la inclusa. Arthur Miller, el dramaturgo americano, hizo lo mismo, desentendiéndose por completo de él, con un hijo que tuvo con síndrome de Down. Incluiría yo a Voltaire, quien sostenía que los negros ocupaban un estadio intermedio entre el hombre y el mono. En este mismo contexto, mi citado amigo escribió: Aristóteles al parecer era misógino, pederasta Flaubert, maltratador John Lennon. Más para la lista. Si empezamos no damos acabado. Y, en efecto, si nos empeñásemos en elaborar una  lista exhaustiva de todos los canallas, de uno u otro signo, que alcanzaron la excelencia en las artes y en las ciencias y en muchas otras facetas de la actividad humana, no acabaríamos nunca y lo único que conseguiríamos sería derribar o dejar muy dañados a muchos de los grandes mitos de la Humanidad.

         Llegados aquí, me apresuro a aclarar que nada hay más lejos de mi intención que perderme en juicios morales. No voy a hacerlos sobre ninguna de esas excelsas figuras ni aún cuando pudiese resultar perfectamente legítimo. Por otra parte, además, no es el mismo el reproche que podríamos hacerle a Aristóteles o Martin Heidegger, por ejemplo, que a Pablo Picasso o Charles Chaplin. No es lo mismo acusar a alguien de violador, acosador o depredador sexual, que acusarlo de nazi o de fascista o de profeso de cualquier otro totalitarismo.

         Cualquier persona puede saberlo, pero, desde luego, ningún integrante de mi generación ignora que la doble moral era el sistema. Puede que el cambio de los tiempos haya convertido la doble moral en desfachatez. Hubo tiempos en que la información era pobre y opaca, incluso que no era. En la actualidad la información fluye, tal vez, incluso, en demasía, desmadrada, falsificada, adulterada. Creo que fue Ortega quien dijo que la moneda falsa circula sostenida por la verdadera. Todos sabemos que existen medios de comunicación dedicados en exclusiva a descubrir, cuando no a inventar, las vergüenzas de todo cuanto personaje público, sea del ámbito que sea, se les ponga a tiro. Y sabemos también que no lo hacen precisamente para librar una cruzada contra la inmoralidad, una campaña moralizadora. Hay dos motivos fundamentales para que lo hagan: abatir el objetivo elegido por ellos o por quien los contrate y engrosar la cuenta de resultados.

         Pero volvamos al artículo del profesor Francé. Después de la enumeración que hace, formula tres preguntas: ¿No podríamos elogiar su arte porque su vida privada y/o pública no han sido inmaculadas? ¿Qué tipo de comprensión de lo humano presupone una evaluación así? ¿Estamos acaso buscando santos?

         La primera y la última no me causan ningún tipo de problema. Aunque creo que preguntan mucho más de lo que parece, ya que, ninguna de las dos podría ser despachada con un sí o con un no. Nos obligan a posicionarnos, a tomar postura, a cubrir nuestra respuesta de matices. Sinceramente, creo que no puede ser de otro modo.

         La segunda, ¿Qué tipo de comprensión de lo humano presupone una evaluación así?, me produjo un hondo sobresalto.  ¿Comprensión de lo humano? ¿La comprensión de lo humano se subordina a la postura que tomemos ante la moralidad de los hombres excelsos? ¿Y las mujeres? ¿No necesitamos también a las mujeres, con sus obras, con su pensamiento, con su excelencia, con su ejemplaridad moral o, cuando sea el caso, con la misma doble moral que ejercitamos los hombres para alcanzar cualquier tipo de comprensión de lo humano?

         A lo largo de mis estudios hube de enfrentar, al menos cinco veces, la asignatura de Filosofía. Dos o tres de ellas se titulaban Historia de la Filosofía y las restantes, una Metafísica y otra Fundamentos de la Filosofía. Creo que lo recuerdo bien. En cualquier caso, todas ellas caían en lo mismo, en un recorrido desde Tales de Mileto hasta donde diésemos llegado. Es decir, de una u otra manera, siempre andábamos en la Historia de la Filosofía. Para sacar adelante estas materias se me proveyó o bien de un libro de texto que solía titularse precisamente así, Historia de la Filosofía, o bien de apuntes que el profesor de turno nos iba pasando, ya fuese dictándolos, ya facilitándonos fotocopias de sus recensiones, lo que, al final, viene a ser un libro de texto. Cinco veces digo. En ninguno de esos libros, dictados o apuntes fotocopiados apareció jamás una mujer. La historia del pensamiento occidental, desde la Grecia clásica hasta nuestros días -mis días, ojo, que mis estudios reglados acabaron hace mucho -, ignoraba por completo cualquier aportación femenina. Ninguna mujer, desde Tales de Mileto hasta Ortega o Zubiri, que era, más o menos el curriculum de la asignatura entonces, había tenido nada que ver, al parecer, en el desarrollo del pensamiento humano de occidente.

         En la materia de Literatura ocurría exactamente igual. En la española no consigo recordar en mis clases de bachillerato -ni de universidad- más que a Fernán Caballero, la Pardo Bazán – a la que ilustres pensadores contemporáneos suyos atribuían talento macho –y, por supuesto, Rosalía de Castro. En quinto de Bachillerato cursé Literatura Francesa, y solo recuerdo a Madame de Staël. Tal vez a George Sand. Sin embargo, leí a Françoise Sagan y su celebérrima Bon jour, tristesse, y L’Astragale, de Albertine Sarrazin, todo un fenómeno social ambas en su momento

         Pese a todo, sin concederle ninguna importancia añadida, yo había leído a lo largo de los años y desde muy joven, cantidad de literatura femenina. Había leído, por ejemplo, Cumbres Borrascosas o Lo que el viento se llevó, o el Frankenstein de Mary Shiller o todas las aventuras de Guillermo Brown, de la increible Richmal Croptom. Había consumido, -porque aquello se consumía – las novelas truculentas de Agatha Christie, por supuesto. Había leído también una buena cantidad de novelas baratas de una colección que se titulaba Biblioteca Chicas que compraba mi hermana mayor, en las que publicaba un tal Pedro Roger y que, en realidad venían a ser, más que novelas rosas, unas novelas con un ligero tinte negro. (Podría seguir, pero solo quiero constatar que existía la posibilidad de acceder a toda una creación literaria femenin).

         Un libro al que yo acudía con frecuencia para fortalecer mi pensamiento era el de Jean Touchard, Historia de las ideas políticas, que iniciaba su recorrido, como cabe esperar, en la Grecia antigua y llegaba hasta los tiempos actuales. (¿Actuales? La edición que yo tengo es de 1975. Hace 45 años. No sé si con todo lo que ha caído cabe hablar de actualidad). Pues bien, en ese tratado casi sacralizado, utilizado como libro de texto en diversas facultades españolas -me consta en Económicas y Periodísmo en Madrid, como mínimo -, no aparece ni una sola mujer. Tampoco estoy en condiciones de sostener ahora si se ocupa de la condición de la mujer en las distintas etapas históricas que estudia, pero me atrevería a decir que no. (Supongo que sí andará por esas páginas Rosa Luxemburgo  y los espartaquistas).

         ¿Qué conclusión podemos sacar si aceptamos sin más que toda la cultura en todas sus manifestaciones posibles y a lo largo de todos los siglos es obra exclusiva de los varones, que las mujeres no aportaron nada a todo esto que llamamos cultura o que aquello que aportaron no merece ser motivo de estudio? ¿Eso que el profesor Francé denomina lo humano es creación exclusiva de los varones? ¿Estamos, pues, ante una cuestión de género?

         Mucho se habla de la Revolución Feminista. Se repite sin cesar, convertido ya en un mantra, el famoso eslogan: La Revolución será feminista o no será.

          ¿Es el feminismo un movimiento emancipatorio o es otra cosa? El feminismo tiene que emanciparse de la emancipación: todas las revoluciones progresistas – y, quizá algo podríamos decir de las no progresistas en este mismo sentido con las matizaciones que hagan al caso – llevaban dentro de sí a la revolución feminista. Pero ninguna la resolvió.

         No obstante, las batallas que libraron ellas solas, como las Sufragistas, porejemplo, acabaron ganándolas.

         Las mujeres hace tiempo – es posible que, de una u otra manera, desde siempre – vienen reclamando la igualdad y, también, además, la paridad. No era mi intención jugar con las palabras, pero puede resultar interesante hacerlo.

         Acudimos al diccionario digital de la RAE.

Igualdad: 3. f. Principio que reconoce la equiparación de todos los ciudadanos en derechos y obligaciones.

Paridad: 1. f. Comparación de algo con otra cosa por ejemplo o simil.

              2. f. Igualdad de las cosas entre sí.

Paritario, ria:

              1. adj. Dicho especialmente de un organismo de carácter social: Constituido por representantes de patronos y obreros en número igual y con los mismos derechos.

              2. adj. Dicho de una comisión o de una asamblea: Que las diversas partes que la forman tienen igualdad en el número y derechos de sus miembros.

         Veamos ahora el diccionario digital de la RAG:

Igualdade: calidade de igual.

Igual: adx. [Persoa, cousa] que ten o mesmo valor, dimensión, estrutura, natureza, etc., ca outra.

         Subs. Persoa ou cousa que ten o mesmo rango ca outra.

Paridade: 1. Igualdade, semellanza.

Paritrio, paritaria:

adxetivo.

                1. Que se basea na igualdade ou paridade de elementos.

                2. Que está constituído polo mesmo número de representantes de cada unha das partes integrantes.

         Como se ve, a pesar de la ya muy larga actividad reivindicativa que ha llegado a acuñar el famoso mantra al que antes aludíamos, la revolución será feminista o no será, ni los académicos de la española ni los de la gallega -las dos lenguas oficiales de esta web -, han creído conveniente incluir alusión específica a la mujer en ninguna de estas entradas. La igualdad, la paridad, lo paritario se aplica a la mujer, tanto en gallego como en castellano, podríamos decir, por extensión o analogía. Sé que hay lingüistas que no admiten que las lenguas sean seres vivos. A mí, sin embargo, me gusta imaginarlas así. Viven y, por lo tanto, se salen de los cauces que les marcan o pretenden marcarles. No niego que los académicos puedan fijar palabras, usos, giros del idioma, pero agradecería mucho más que se limitaran a sugerir o a aconsejar.

         Sin embargo, a esta altura de los tiempos, parece imposible sostener ningún tipo de diferencia factual entre hombres y mujeres. Hoy se sabe sin riesgo de error que el supuesto reparto de roles masculinos y femeninos que se invoca desde lo más profundo de los tiempos, resulta sencillamente insostenible. Hace unos días en una entrevista radiofónica a un responsanble de Atapuerca -lamento no poder consignar su nombre – le daba la risa floja cuando le hablaban de esto. Ni la Prehistoria acude ya a auxiliar a quienes se empecinen en colocar a la mujer en la cocina y al hombre en el trabajo. Hay suficientes hallazgos arqueológicos de mujeres cazadoras, de mujeres artistas , de mujeres trabajadoras, en definitiva, como para dejar de situarla en la cueva cocinando y cuidando a los niños mientras su hombre salía a buscar el sustento o defendía su territorio.

         ¿Por qué, entonces, se avanza tan lentamente y con tantas dificultades en este campo? ¿Por qué, sea cual sea la revolución pendiente, la revolución feminista, que o es feminista o no será, no acaba de consumarse?

         Porque el sistema patriarcal, la construcción secular, rocosa y enrocada, cerrada sobre sí misma, sistema que trasciende -y contiene – al sexismo y al machismo, que sin él no serían nada o serían muy poco, cubre a todas las sociedades como un manto asfixiante, que no admite oxigenación, higienización, alteridad.

         En  mi deambular por las ideas, me encuentro con una teóloga cristiana y, además, católica. Sé que es pensadora prolífica y rigurosa. Mujer que se ve obligada a pensar – o a repensar – todos los postulados dogmáticos desde puntos de vista que van a ser, no solo examinados con lupa por los celadores de la ortodoxia, sino que esa ortodoxia está firmemente enraizada en la masculinidad indiscutible de la verdad posible. Si se cuestiona la masculinidad del dogma, es decir, de la verdad, es decir, de la ortodoxia, se cuestiona la esencia misma de la fe que se pretende profesar. Conste que esto lo digo yo, no la teóloga a la que aludo. Pues bien, esta mujer, cuyo nombre es Emma Martínez Ocaña, que se denomina a sí misma teóloga feminista, me provee, desde una teología católica -femenina o feminista, si se prefiere- de argumentos más que suficientes para llegar adónde quiero. Cito:

 Rosemary Ruether, entre otras muchas teólogas, ha puesto de relieve la interrelación entre la imagen patriarcal de Dios Padre y las posiciones de dominio de los hombres en la vida social y de la continua yuxtaposición del concepto de persona con masculinidad y de este concepto con trascendencia. Hablar de Dios en términos femeninos se vive como atentando contra la trascendencia de Dios. Lo femenino se asocia con el mundo, la naturaleza y por tanto con la inmanencia con lo que se llega a la conclusión de que solo es posible expresar el carácter personal de la trascendencia de Dios a través de metáforas masculinas.

Este razonamiento es el que ha llevado a Mary Daly a la afirmación de su famosa frase “Si Dios es hombre el hombre es Dios. Dios Padre legitima a todos los padres terrenales”

         Las críticas de la Teología feminista a la imagen de Dios Padre pueden sintetizarse en las siguientes:

– El hecho de privilegiar la denominación de Padre, sobre otros múltiples nombres e imágenes para hablar de Dios, hace más urgente la revisión del contenido dado a este nombre, pues una determinada manera de hablar de Dios Padre, dominantemente trasmitida por la tradición judeo cristiana, ha venido en muchos casos a reforzar actitudes de infantilismo y a impedir la madurez, la responsabilidad y autonomía moral.

– La imagen de Dios trasmitida, es una imagen unilateralmente masculina y androcéntrica, que ha terminado por transformar a Dios en un ídolo patriarcal.

– Esto ha supuesto la supresión de imágenes femeninas de la divinidad presentes en otros pueblos y en la misma tradición bíblica.

– Supone también la injusticia de negar a las mujeres la parte que les corresponde en la semejanza de Dios de la que ellas son portadoras.

– Una configuración de la teología sobre Dios Padre que ha subrayado los componentes autoritarios y de poder y su consiguiente repercusión en la espiritualidad filial en la que se ha valorado más la obediencia que la solidaridad, la pasividad que la actividad, la humildad que la justicia, el temor más que el amor.

Este hecho ha tenido y sigue teniendo graves consecuencias.

. Carol Christ, destacada feminista que reivindica el culto a la Diosa, se pregunta por las consecuencias políticas y sicológicas que este culto tiene en las vidas de las mujeres cuya experiencia espiritual ha estado centrada en el Dios masculino del judaísmo y cristianismo.

Antes de contestar recurre al antropólogo Clifford Geertz para explicar la importancia de los símbolos y los ritos religiosos en las vida humana.

Los símbolos religiosos dan forma a los ethos culturales, definiendo los valores más profundos de una sociedad y de los miembros de ella. “La religión, es un sistema de símbolos que actúa con el objeto de producir motivaciones y disposiciones de ánimo poderosas , penetrantes y duraderas en los miembros de una cultura dada.” Los símbolos tienen consecuencias psicológicas y políticas debido a que crean las condiciones interiores (actitudes y sentimientos profundos) que llevan a las personas a aceptar o sentirse cómodas dentro de las organizaciones sociales y políticas que corresponden al sistema simbólico.

El poder del símbolo no depende de su aceptación racional porque éste también actúa en niveles de la psique distintos del nivel racional. La mente aborrece el vacío. Los sistemas simbólicos no pueden ser rechazados, tienen que ser reemplazados. Donde no hay reemplazo, a la mente volverán en momentos de crisis, frustración o derrota a las estructuras mentales habituales.

Después de esta aproximación al poder modelador de los símbolos religiosos afirma: “Las religiones centradas en la adoración de un dios masculino crean “disposiciones de ánimo” y “motivaciones” que mantienen a las mujeres en estado de dependencia psicológica de los hombres y de la autoridad masculina y a la vez legitiman la autoridad política y social de los padres e hijos en las instituciones sociales. Los sistemas simbólicos religiosos centrados exclusivamente en imágenes masculinas de la divinidad crean la impresión de que el poder de las mujeres jamás podrá ser totalmente legítimo o benéfico […] su disposición de ánimo es de confianza en el poder salvífico masculino y de desconfianza en el poder femenino, en ella misma y en las demás mujeres, considerándolo inferior y peligroso. Esa disposición de ánimo tan poderosa, penetrante y duradera, no puede dejar de convertirse en una motivación que se torna en realidad social y política”.

         Esta larga cita recoge en gran parte las principales consecuencias negativas que la Teología Feminista pone de relieve en la deformación de la imagen de Dios:

– Con relación a Dios ha quedado convertido en un ídolo, negándole a su ser la mitad de la humanidad y la totalidad de la realidad; convirtiendo la metáfora padre en una descripción del ser de Dios Padre al estilo patriarcal. Dorothee Sölle lo expresaba así, ya en 1981: “¿Por qué veneran los hombres a un Dios que tiene en el poder su máxima cualidad, en la sumisión su supremo interés y en la igualdad de derechos la causa de sus temores[…]¿Por qué tenemos que honrar y amar a un ser que no trasciende sino corrobora el nivel ético de la cultura actual, configurada por el varón”

– Ha desfigurado la antropología cristiana que no ha elaborado la igualdad fundamental hombre mujer como “imagen de Dios”. Según la tan traída y llevada frase de Pablo: “El hombre no debe cubrirse la cabeza pues es imagen y reflejo de Dios; pero la mujer es imagen del hombre”.(1Cor 11,7)

Esta perspectiva ha colaborado en el hecho de que la mujer hasta hace poco se haya visto alienada de sí misma, y excluida no sólo de poder ejercer cargos de gobierno y responsabilidad sociopolíticas y eclesiales sino que le ha impedido sentirse que su ser de mujer está vinculado a la divinidad. La invisibilidad de la Diosa en las religiones monoteístas ha colaborado en la invisibilidad de las mujeres que además sienten que su ser de mujer no puede adquirir la categoría de lo divino.

Esta antropología teológica justificadora del predominio y superioridad del varón sobre la mujer no es ajena, no sólo a las injustas estructuras sociales y eclesiales justificadoras de las relaciones de sumisión y paternalismo, sino que tampoco es ajena, tanto a la violencia ejercida contra las mujeres por parte de sus maridos o parejas porque “no obedecen” a sus mandatos, cuanto a la actual feminización de la pobreza.

– En la realidad socio-política-religiosa ha legitimado teológicamente el predominio del varón sobre la mujer. Como denuncia Jürgen Moltmann ” la adoración religiosa de Dios como Padre y Señor ha legitimado tanto la autoridad paterna en la familia y el estado, como la de los sacerdotes varones en la religión”.

El hombre es la cabeza de la mujer y ésta le debe obediencia y sumisión. El binomio hombre poder – mujer sumisión, simbolizados en la imagen de Dios padre patriarcal están tan profundamente arraigados, que se experimentan incluso como revelación divina.

Con relación al varón, como dice Mary Daly “Si Dios es varón el varón es Dios”, y lo malo es que muchos se lo han creído y se han sentido – algunos aún se sienten- superiores, más valiosos, más capaces, más poderosos etc. Se han (y los hemos) engrandecido de un modo falso y al tiempo esto ha provocado su real empequeñecimiento, negándoles y negándose cualidades, valores, actitudes fundamentales para la vida, pero que “socialmente” no son consideradas “masculinas” sino “femeninas” y por tanto valoradas negativamente en los varones

La subordinación de la mujer en el orden social y legal se ve refleja en el puesto subordinado que también se le asigna en el culto.

No podemos ignorar estas críticas a la imagen de Dios “padre patriarcal” que pone sobre el tapete realidades duras, injustas y profundamente cuestionadoras para la vida religiosa tanto femenina como masculina. “La opción preferencial por los pobres”, que con tanta urgencia marca la vocación religiosa, debe desenmascarar que debajo de ese enunciado hay escalones y el último se corresponde con el de mujer, negra o indígena, con hijos a su cargo. Ivone Gebara afirma que la opción por los pobres es prioritariamente una opción por la mujer pobre.

Un mundo donde la conciencia de la igualdad fundamental de todos los seres humanos va tomando carta de ciudadanía y a la que de un modo especial son sensibles los jóvenes, reclama nuevas metáforas, lenguajes y expresiones de Dios inclusivas, pues es éste un hecho profundamente modelador de la realidad, que no se puede minimizar como un simple tema lingüístico.

Creo que la larga cita del magnífico artículo de la teóloga Emma Martínez Ocaña puede admitirse como omnicomprensiva del fenómeno patriarcado y de la permanente reivindicación de la igualdad por parte de las mujeres. Es evidente que habrá muchos otros análisis e interpretaciones -denuncias- del agobiante y pretendidamente irredento sistema patriarcal desde otros observatorios que no incluyan la fe, pero dudo que excluyan la religión. La religión, y de un modo muy singular la de tradición judeocristiana y más singular aún la católica, ha jugado un papel definitivo para que el estado de la cuestión que nos ocupa sea el que es.

En conclusión: no es posible ninguna comprensión de lo humano -ni tampoco de lo divino – sin atender a toda la Humanidad en su conjunto, incorporando, como es natural, todas las diferencias que lleva dentro, empezando por las de sexo o género, si se prefiere, y continuando por todas las demás: étnicas, culturales, geográficas, económicas, sociales…

Pienso que no es necesario añadir nada más. Más bien al contrario, podrían eliminarse muchas líneas, pero, una vez escritas, como que da pena hacerlo.

Solo una nota final. Este escrito no pretende en modo alguno ser una réplica ni una crítica al artículo del profesor Javier Francé. Entiéndase como una reflexión inducida. En cuanto al artículo de Emma Martínez Ocaña, feliz descubrimiento para este hombre que desde su escepticismo casi radical lo único que hace es buscar infatigablemente caminos por los que andar, puede encontrarse íntegro en el enlace que figura a continuación.

Poner letra a mi canto. Emma Martínez Ocaña