Ilustración de Rosalía Díaz

El curso del que os hablé en la anterior publicación, El sueño como creación literaria, y que resultó altamente enriquecedor para mí, me obligó a realizar unos trabajos, sujetos, en principio, a unas propuestas específicas, que luego uno respetaba o no.

El texto que os ofrecemos hoy es otro de los trabajos realizados por y para el curso.

Nieves Rodríguez Rodríguez, de quien ya os hablé, nos dio para leer Dos miradas objetivas, de María Zambrano – ya sabéis que María Zambrano era la guía permanente de todo lo que se pretendía extraer del curso – escrito de la filósofa malagueña en el que se habla, entre otras cosas del entierro de Adán.

Lo que se me pedía era que escribiese una ensoñación, al estilo zambraniano.

El escrito que sigue, fue el resultado de mi experimento. Debo decir que quedé bastante satisfecho, en la medida en la que logro satisfacerme con lo que escribo, que resulta siempre muy dudosa.

A ver si para vosotros supone algún provecho.

Si no hubiera más que silencio…

Mi casa se ha quedado sin ventanas. Yo las veo, las ventanas. Pero a ellas las han dejado ciegas. Alguien pretende impedir que puedan saltar mis ojos al exterior. Piensan, seguro que piensan, que lo que está fuera es más importante que lo que está dentro. Fuera llueve. A cántaros. Lo sé porque lo oigo. Los que han venido a perturbar mi percepción de las cosas, sean quienes sean, – ¿serán filósofos, miembros de alguna cofradía filosofal? ¿Se habrán enterado de que me han puesto en la senda de la razón poética? ¿Será eso? – deben de pensar que para conocerlas hay que verlas; no se dan cuenta de que todas las cosas, todas, pueden conocerse oyéndolas o sintiéndolas. (En registros populares el verbo sentir es sinónimo de oír). Pero a mí todo eso parece no importarme, al menos por el momento, o es lo que entiendo en la lúcida enajenación en que me encuentro. En la oscuridad de mi casa a la que le han quitado las luces, veo, – continúo viendo, en realidad – la agonía de Cristo, de Jesús, el Cristo, el Nazareno, el Galileo, el que nunca fue interpelado por nadie con esa frase estúpida venciste, Galileo, ese, de ese veo – continúo viendo, en realidad – su atroz agonía. Y me repugna. Me repugna como toda la maldad ensangrentada que vienen arrojando sobre nosotros para que seamos almas ensangrentadas en el camino de la redención, para que el agua sacralizada que mana de una única fuente, solo de una, nos lave, nos purifique. Y va a ser que no. A mí no me colocó mi Destino, con Delirio o sin él, que ahora, dentro de mi casa a la que han robado las ventanas, tanto me da, en el país de los mil ríos, en la tierra del agua, de los miles de fuentes, millares de manantiales, para acatar la intransigente supremacía de la única fuente de aguas purificadoras. No; he dicho que no.

Un hecho trágico viene a trastocar cualquier intento que pretenda ultimar esta noche. Es trágico y, sin embargo, tan reiterado que forma  parte ya de la rutina de los noticiarios. Todavía no se conocen íntegramente los hechos, pero la secuencia podría ser esta: un hombre, padre de dos niñas pequeñas, una de ellas prácticamente un bebé, por despecho hacia su mujer con la que ha roto relaciones, se hunde en el mar, estudiado con cuidado el acto criminal, junto con las hijas para morir los tres. Se ha encontrado el cadáver, por lo menos de una, en una bolsa con pesas de plomo a mil metros de profundidad.

Es un hecho – con todas las variantes que vengan al caso – que se repite una y otra vez, una y otra vez. Insoportable, decimos. Pero cada uno continúa con su vida y lo soporta, vaya si lo soporta y esa cosa que tenemos ahora que nos condena a todos a peor condena que la que Zeus dictaminó para la diosa Eco, se llena de espumarajos de rabia y sucia estupidez que no hacen más que degradar la condición humana.

Resulta que María Zambrano era creyente, católica convencida. Ignoro si Nieves, mi trujamana, también lo es. No importa. Lo que importa es el papel que decidamos que Dios juegue en todo esto. No está bien afearle su fe a nadie. No está bien. Yo nunca lo he hecho. He tildado de meapilas a más de uno, cierto, cierto, pero eso carga otra intención. Es necesario entender la rutina atroz de los noticiarios prescindiendo de la fe. Es de ley, de pura elegancia,desprenderse de la rancia prepotencia de quienes arrojan la sombra de Dios sobre todo para apagar, no ya la razón, sino la propia duda. La duda propia, la que te pertenece, la que te permite resistir vertical el azote de todos los vientos cruzados. La fe viene a ser como un analgésico, un sedante, que le quita hierro al asunto. La voluntad de Dios. Fiat. Hágase en mí según tu palabra.  Los caminos de El Señor son inescrutables. Y de eso nada. No, señor; nada. Nosotros, que hemos sido arrojados al mundo a medio hacer, ¿no era así, a medio hacer?, no estamos aquí para escrutar los caminos de Dios, sino las obras de los hombres, y eso porque no nos estamos muriendo de hambre en algún rincón reseco como el resto de un incendio, en cuyo caso lo más probable es que nunca acabásemos de hacernos mientras otros deambulan, bien surtidos de proteínas e hidratos de carbono, por los melancólicos meandros de la ontología existencial.

Atención, pregunta: Si la verdad posible – ¿plausible? – habita en la penumbra, ¿qué necesidad hay de asomarse a la ventana?

Por supuesto, por supuesto, claro que sí, ¿cómo no?, desearía echar mis ojos afuera y solazarme en valles y colinas nemorosos. (Nemorosos. ¿Lo captas?). Buscar denodadamente la huella de mi creador, El Amado, del cual yo pudiese ser Amador. ¿Amante? Es mucho el dolor que no siento, acumulado dentro de mí aunque no lo sienta, que debería llegar a sentir en algún momento; es mucho, es tanto, que no puedo celebrar ningún encuentro místico con la divinidad. ¿Por qué viene a mí la divinidad? ¿Pretende interponerse entre el Mal y yo?

María, María Zambrano, acabo de iniciar un diálogo contigo. No sé adónde me llevará, ¿como voy a saberlo? No puedo saberlo. Entre otras razones, porque yo siempre juego limpio. Jamás me mueven segundas intenciones, todas mis cartas están boca arriba, sobre la mesa. Hay un punto de encuentro en el que jamás habrá encuentro, María, querida; jamás. En Dios no nos encontraremos, aunque sea Él quien, en última instancia, provoque nuestro encuentro. Así que déjame buscarte en nuestra condición humana. Nieves nos ha puesto en el camino, ella se ha erigido en trujamana entre tú y yo. Fíjate, después de tanto tiempo… Una mujer joven,  – ¡cómo celebro que sea mujer y que sea joven! –  es el vínculo entre tú y yo. Y aparecen Teresa de Ávila y Juan de Yepes. Y yo, que, justo a la edad de empezar a amar con amor de voluntad, puede que lo primero que amase fuese a Dios, he decidido que  mi mística debe filtrar el angosto tamiz del dilema de Epicuro. ¿No quiere Dios evitar el mal? ¿O no puede? ¿Para qué quiero entrar yo en la mente de cualquier deidad que podamos extraer de ahí? Eso cae, de lleno, en el ámbito de la psiquiatría.

Cristo, nacido de mujer y concebido por un estrábico delirio de la mente humana, salió a la luz -ciego, como todo recién nacido – quebrantando la osamenta de su madre, dilatando sus tejidos hasta lo inimaginable, salpicando de petequias toda la extensión de su piel en el constreñido esfuerzo de parirlo, obligándola a clavar los dientes de arriba en su labio de abajo para reprimir los gritos que pudiesen serle reprobados, probablemente de forma muy similar o absolutamente igual a como descoyunté yo las caderas de mi madre cuando me echó al mundo; probablemente. Con una diferencia, sustancial, definitiva. Yo nací, como todo ser nacido, para la muerte. A Cristo lo parieron para que aceptase la angustia enloquecedora de impotencia del inocente al que se declara culpable, para que aceptase la tortura brutal y la muerte horrible del crucificado. La vida de Cristo, su destino y su delirio, constituye un plan meticulosamente trazado para dirigirse, paulatina y lentamente, al suicidio.  A la hora de su muerte voluntariamente aceptada, dice la liturgia. Ahora que he escrito esto, permanezco, en la oscuridad de mi casa privada de ventanas, a la espera de Simone Weil. Me gustaría traerla aquí, conmigo. Me gustaría escuchar de su boca todas las piruetas místicas que la llevan desde los héroes homéricos – ah, la Ilíada, horrible y deslumbrante piedra fundacional -, desde los pobladores pretendidamente catárticos de la tragedia – Orestes, Orestes, Antígona, Antígona… ¿Y Medea, la incomprensible Medea? – hasta Cristo.

Tengo que seguir, tengo que seguir, porque, aunque han robado las ventanas a mi casa, yo las veo, cada una en su sitio, con su forma cabal.

Veréis, si yo me asomo a la ventana, lo que veo no vale, porque no es real. Yo veo un paisaje que no es inmenso ni ilimitado porque los horizontes son reales, están ahí, pueden medirse incluso con la mirada. Es lo que hay. Por eso no busco diosas  ni dioses desde mi ventana, ni mirando de frente ni de reojo. No los busco porque sería una pérdida de tiempo: todo lo que veo es dios. El paisaje limitado por horizontes medibles que se ofrece a mi mirada está repleto de Dios. Vosotros dais culto a lo que desconocéis, nosotros damos culto a lo que conocemos, pues la salvación procede de los judíos.( Jn. 4; 22.) Habla Jesús con la samaritana, al lado de un pozo de agua viva. Y sus palabras, nos dicen, han sido dichas para todos. La salvación procede de los judíos. Amo eternamente a lo judío. Lo amo, no puede ser de otra manera. Si elevamos la mirada por encima de la inmediatez, siempre aparecen ellos, los judíos, como epítome rotundo de la sevicia, la crueldad, el sufrimiento, la maldad y la horrible sospecha de que el mal habita en el corazón de todas aquellas víctimas que, sea por la razón que sea, pueden convertirse en victimarios. ¡Condenados judíos, a los que amo, si no los amara sería la negación de mi mismo, que han conseguido – sin pretenderlo, supongo – que ningún dolor oculte el dolor suyo!

Me justifico, sí, me justifico. Porque ahora voy a hablaros de Cristo. ¿Qué pinta Cristo en el paisaje repleto de dios que se ofrece a mi mirada si decido asomarme a la ventana? ¿Por qué debo aceptar que un judío caminando por el desierto es el redentor de ningún pecado cometido por un pueblo que habita un paisaje lleno de dios? Un paisaje lleno de agua, un paisaje atravesado de fuentes, de ríos, de senderos serpenteantes, relampagueantes si los mira el Sol, de agua fluyente? ¿Qué pinta un judío descalzo sobre la árida arena de un desierto donde Dios solo puede ser una nube imposible preñada de ira dispuesto a descargarla al menor desvío? ¿Se puede delirar en el desierto? ¿Qué surco hay en el desierto que permita salirse de él y delirar? Todo hace pensar que el supuesto delirio de los hombres del desierto no es más que una urdimbre fríamente calculada. Ni siquiera se maquina una esperanza. Solo se perpetra una Ley. Sospecho que es esta la razón por la que han cegado las ventanas de mi casa.

Francamente, no preciso asomarme a la ventana.

Los místicos que experimentaron a Dios en la aridez del desierto del alma abandonada, no son más que el resultado del hedonismo espiritual que reduce el encuentro del alma con Dios a un puro goce individual. La mística necesaria es la que, desde la experiencia de Dios, te arroja a la muerte inevitable por los otros. Todos, todos, los que sintieron – no pensaron – la experiencia de Dios acabaron crucificados. Muertos. Porque el amor operante, el tránsito activo del yo al nosotros, siempre acaba con la destrucción de quien decide adentrarse más adentro en la espesura. Amar o ser amado por Dios sin correr el riesgo de morir por el otro es falacia, pura falacia.

¿Deberé asomarme a la ventana? ¿Deberé mirar, aunque sea de reojo, por ver si anda Dios por el paisaje repleto de dios? ¿Deberé?

Dicen que sudó sangre, que Cristo sudó sangre al presentir su inhumana agonía, que su frente perlada por perlas de sangre le obligó a gritar ¡qué pase de mí este cáliz! Sangre la sudó su madre cuando lo expulsó de su cuerpo al mundo. ¿La habrían prevenido a ella de que iba a ser la madre de un suicida, de que había alumbrado a un hombre venido al mundo para, tras sufrir crueles torturas voluntariamente aceptadas, morir crucificado? ¿De qué nos redime el suicidio de Cristo? ¿Del Mal que nos rodea, puede que nos contenga, nos sostenga, nos ayude a ser, porque el Dios que lo condena necesita su muerte para activar su misericordia infinita?

No sé ya si hay o no hay ventanas, si miro o no miro al exterior. Veo a unos hombres, unos sayones miserables, como todos los que ejercen el oficio de castigar a los demás. Conducen a otro, a empellones. Lo empujan, lo obligan a caer, a arrastrarse, lo golpean, lo insultan, le escupen, uno le orina encima. Lo obligan a levantarse y vuelta a empezar. La escena se desarrolla en un paraje árido, arenoso, polvoriento, bajo un Sol pletórico e impasible. Hay mucha luz. Demasiada. Todo queda demasiado expuesto, excesivamente detallado, nada hay que interpretar.

Cristo se ha suicidado. Y no fue por mí. Por mí, no.

Pero esto es solo cuenta mía. Este escrito debe mirarse como una sucesión de páginas en blanco.