
Hace unos días tuve ocasión de volver a ver Ladrón de bicicletas y eso me hizo recordar el escrito que tiene ya algunos años y que ahora recupero para esta página. No he cambiado ni añadido nada. Creo que, aún con el coronavirus mediando, puede resultar interesante.
Si cometemos el error de ver Ladrón de bicicletas, de Vittorio De Sica en versión doblada, al final, nos encontraremos con una estupidez sencillamente repugnante. Una meliflua voz en off proclama: El mañana aparecía lleno de angustia ante este hombre. Pero ya no estaba solo. La cálida manita del pequeño Bruno entre las suyas, le hablaba de fe y de esperanza en un mundo mejor; en un mundo donde los hombres llamados a comprenderse y amarse, lograría el generoso ideal de una cristiana solidaridad.
En la versión original no hay nada de esto, naturalmente. Vittorio De Sica, en 1948, año en el que Italia, su país, después de la Segunda Guerra Mundial y de su propia guerra civil, y después de los largos años del fascismo, se hallaba todavía rota en mil pedazos, no hace la más mínima concesión a ninguna clase de falsa esperanza. Ladrón de bicicletas es una de las películas más duras y más tristes que uno puede imaginar y, por desgracia, conserva la vigencia del texto y del subtexto que la animan con una fuerza inusual, aunque comprensible, ya que el cine estaba dando un poderoso salto hacia delante con ella, en pleno estado de gracia.
Supongo que, aparte los cinéfilos, poco o nada se sabrá de este extraordinario filme. 1948 cae muy lejos. Inscrito en la corriente neorrealista italiana, inaugurada, si no me equivoco, por Roma cità aperta, de Roberto Rossellini, cuenta una historia muy simple: Antonio Ricci, hombre casado y con dos hijos, parado ya desde hace tiempo, consigue un trabajo por cuenta del Ayuntamiento: fijador de carteles. Para eso necesita su bicicleta. Para desempeñarla, empeñan las sábanas de las camas en las que duermen. La secuencia de la casa de empeños con los estantes atiborrados de ajuares domésticos más que patética resulta estremecedora.
A Antonio le roban la bicicleta el primer día de trabajo.
El resto de la cinta cuenta todo el ir y venir de Antonio Ricci acompañado de Bruno, su hijo de ocho años, buscando, desesperado, su bicicleta. El final es, igualmente, uno de los más duros y tristes que yo he visto en toda mi vida de impenitente consumidor de cine. Vittorio De Sica no vacila ni un segundo en dejarnos absolutamente desolados, atónitos, angustiados, desesperanzados también, lo mismo que sus personajes, con un plano secuencia soberbio, en el que la cámara, primero de frente y luego de espaldas, sigue a Antonio, llorando, y a su hijo, que le coge la mano, hasta que se diluyen por completo en medio de la multitud. Y, por supuesto, ninguna voz en off viene a consolarnos. De Sica no teme mostrar la cruda verdad de la desesperanza. Sus personajes lucharon hasta la extenuación, pero no lograron nada. No se falsea la realidad con un final huero y mendaz.
En la España de 1948 semejante cosa era impensable. En España siempre se temió a la verdad. Es el estigma de la Inquisición, supongo.
Y, no obstante, el valor de la alegoría o de la metáfora de esta película gloriosa resulta de una terrible coetaniedad. Antonio Ricci está sin trabajo, para conseguirlo necesita la bicicleta que le robaron y nadie, absolutamente nadie, ni amigos, ni policías, ni conciudadanos, nadie, vendrá a devolvérsela. Puede robar otra, pero tampoco resulta.
Exactamente lo que acontece hoy, ahora mismo, aquí mismo. A nuestros parados les robaron la bicicleta y no hay Dios que se la devuelva y ni siquiera pueden robarla. No les serviría de nada. El arma más poderosa de la que, por lo que se ve, dispone nuestra legión de parados y de pseudoempleados enredados en los pliegues indignos de la reforma laboral es la impotencia.
Al menos de momento. La verdad continúa siendo la de De Sica: por más que miremos, no somos capaces de columbrar el más mínimo indicio de un cambio decisivo. Al contrario. Nada volverá a ser como era, nos auguran las voces más amables. Los agoreros, siempre negros, siempre inevitables.
P.S.-Cuando yo vi esta película por primera vez tendría, más o menos, la edad de Bruno. Me recuerdo, al lado de mi hermano Paco, en el cine Victoria de Lugo, completamente desbordado por lo que acontecía en la pantalla, sin poder entender ni asumir que aquel hombre desgraciado fuese incapaz de recuperar su bicicleta ni que nadie la recuperase para el. El happy end funcionaba a tope por aquel entonces.
Vittorio De Sica vino a poner, tal vez, la primera, o una de las primeras piedras de escepticismo en mi caminar por la vida. Nunca superé de todo la angustia con la que salí del cine aquel día ya tan remoto. Lo juro. Es una de las angustias que llevo clavadas en mi ánimo y que, junto con otras, me hacen ser lo que soy.