Fragmento de “El salario del miedo”

         Acabo de ver Le salaire de la peur, El salario del miedo, película de 1953 del director francés H.G. Clouzot. No la había visto nunca en versión original. Hasta hoy. Y ya iba siendo hora. ¡Lo que me estaba perdiendo! Dave Kehr, crítico del Chicago Tribune dice de ella: Una de las películas nihilistas más perturbadoras y profundas jamás hechas, así como uno de los thrillers más emocionantes que recuerdo.

         Soy consumidor voraz de cine. Desde niño. Hoy veo cine en todos los formatos que se me ofrecen. He visto películas hasta en el móvil. Cada vez me resulta más incómodo acudir a las salas de exhibición. La impertinencia inevitable de las hipertrofiadas luciérnagas  de los mancontros, los aturdidores decibelios de las bandas sonoras, la imposibilidad de ver hasta el final de la proyección con todo el público en pie o las luces de las salas encendidas… Y luego, la tortura del doblaje, aunque, debo confesar que, salvo excepciones mínimas, todo el cine que consumo lo hago en versión doblada. Pero cada vez me irrita más. La cantidad de majaderías de las que echan mano en los estudios de doblaje para salvar la multiplicidad de lenguas o acentos que animan muchas películas, me resulta hoy insoportable… aunque, en realidad, lo soporte día tras día. Lo siento, pero he perdido la habilidad de leer subtítulos y visionar películas al mismo tiempo. Las que tengo en dvd, aquellas que tienen valores especiales para mí, como ya me las sé, me las pongo a veces en versión original y sin subtítulos y las disfruto como quien asiste a la proyección de una sinfonía.

         Me he ido un poco lejos. El salario del miedo, Le salaire de la peur, tiene una escena que a mí, en versión doblada, me ponía de los nervios. Es una escena crucial. Se trata de la muerte de Jo, interpretado por Charles Vanel, muerte ocasionada por la brutalidad desesperada, inhumana y, sin embargo, más que humana y codiciosa de Mario, interpretado por Yves Montand. Jo agoniza en una larga secuencia, abrazado por Mario, mientras este conduce el camión cargado con la nitroglicerina. En la versión original la interpretación de Charles Vanel es de una sobriedad y un dramatismo espeluznantes. La vives toda con el aliento contenido y con un nudo en la garganta. En la versión doblada la voz y los lamentos, los quejidos del moribundo chirrían de tal modo que resulta exasperante, insufrible. Destroza por completo la cumbre interpretativa y cinematográfica que ese fragmento del filme de Clouzot erige. Y eso a pesar de que el actor que dobla a Charles Vanel es uno de los grandes, nada menos que Félix Acaso, cuya memoria líbreme Dios de manchar. Pero ni por esas.

         Y esto me ha hecho recordar un texto que escribí hace ya algún tiempo. Lo recupero hoy aquí. Creo que puede sentarle bien a esta página.

PAISÀ

         En 1946 Roberto Rossellini filmó Paisà, dividida en seis episodios que se ordenan cronológicamente desde el desembarco angloamericano en Sicilia hasta el final de la guerra. Los personajes que se mueven por ella son italianos, alemanes, ingleses y americanos y la película está rodada en los idiomas de cada uno de ellos. Paisà tiene momentos -toda ella es admirable- de los que hacen del cine un arte inmortal y son muchos y muy interesantes los temas y subtemas que podríamos perseguir. Hoy a mi solo me interesa uno: el de la lengua.

         En este conmovedor filme, testigo del horror de la guerra y de su definitivo efecto desmoralizador -en el estricto sentido de la pérdida absoluta de valores morales- sobre las comunidades humanas, los personajes luchan por hacerse comprender unos a otros expresándose cada uno en su propia lengua. Unas veces lo consiguen y otras no, pero nosotros, los espectadores, lo conseguimos siempre; conseguimos comprender su intento comunicador y su expresión efectiva. Nosotros lo entendemos todo por encima de la incomprensión a la que ellos están condenados. No conozco la versión doblada de esta película extraordinaria, si es que la hay. Me horroriza imaginar el desastre que pudieron perpetrar si al doblarla lo hicieron siguiendo los criterios que acostumbran a ser habituales.

         Acabo de ver, prácticamente sin respiro, las tres primeras temporadas de la serie americana Boardwalk Empire. Sin duda merece un análisis detenido esta serie. Son muchos y de muy diversa índole los aspectos a considerar en los treinta y seis episodios que devoré sin tregua, pero eso quedará para otro momento. Ahora es otro el tema que me reclama: la diglosia que no cesa y el bilingüismo puro que no acabo de ver. El monolingüismo ya sabemos que no está en ninguna parte. Me refiero a Galicia, claro.

         Boardwalk Empire es una serie americana y, por lo tanto, está realizada en inglés. Los personajes hablan todos ellos en inglés. Sí, pero todos ellos también, todos sin exclusión, son inmigrantes en primera, segunda e incluso tercera generación. Todos conservan su lengua, su cultura y sus tradiciones de origen. Por eso, prácticamente todos, además de inglés, con mayor o menor corrección  -alguno utiliza un chapurreo solo calificable de castrapo-, hablan su lengua materna: italiano, dialectal, por supuesto, gaélico, yidish, noruego, ruso… El idioma que los personajes hablan en cada momento, juega un papel de relevancia primordial. Es, junto con otras notas que se atribuyen a cada uno de ellos, un claro elemento caracterizador. La lengua que hablamos nos define. Supongo que esto podemos aceptarlo sin muchos reparos.

         Tengo entendido que Shakespeare, entre otras cosas, naturalmente, se valía de la lengua para caracterizar a sus personajes. Los dotaba de acentos característicos de las diversas zonas de Inglaterra que los actores debían impostar.

         En lo que se refiere al cine, el doblaje por desgracia arrambla con todo eso. En ocasiones de una manera solo calificable de estúpida, muy difícil de asimilar.

         Hace poco vi una película, London River, de Rachid Bouchareb, 2010, en la que dos personajes, una mujer inglesa y un negro africano y francófono, cargan con el peso de la historia. En una escena que se desarrolla en una comisaría de Londres, intervienen tres actores, los dos antes citados y un policía. En la versión doblada todos hablan en castellano durante todo el metraje de la película. Se produce un diálogo más o menos como sigue:

EL POLICÍA.- (a la mujer, señalando al africano). Este hombre habla en francés. Si quiere yo le traduzco.

LA MUJER.- No, no. Lo entiendo perfectamente.

         En la película italiana Tutti á casa, de Luigi Comencini, 1963, (soberbio monumento a la capacidad de valerse del humor para introducirnos en una situación que nos lleva casi al límite del espanto: Italia ocupada por los alemanes y en guerra civil tras la capitulación de Badoglio, e invadida por ingleses y americanos), los personajes hacen un viaje desde el Norte hasta el Sur, pasando por Roma. Yo la vi en versión original acompañado de unos amigos italianos. Mis amigos me hicieron notar como, según bajaban en el mapa, el idioma italiano iba cambiando. En la versión doblada, que también vi, todos esos matices se pierden. Todo queda uniformado y, por mucho que se facilite la comprensión, todo el filme, todo, acaba empobrecido.

         Quedémonos con el adjetivo: uniformado. Al suprimir acentos, sonsonetes, dialectos, jergas étnicas o gupales, incluso hablas individuales, y ya no digamos lenguas propias con indiscutible entidad, como vimos: francés, italiano, yidish, noruego, ruso… dejamos en un registro plano, empobrecido en ocasiones hasta el ridículo, algo que debía llegarnos pleno de múltiples resonancias significativas. Echamos a perder el vigoroso esplendor de un campo repleto de semánticas.

         Pues esto, si se me permite decirlo, exactamente esto, es lo que nos ocurre a los gallegos que escribimos ficción en gallego. Uniformamos el habla de nuestros personajes convirtiendo el instrumento de que nos valemos para crear nuestra ficción en una ficción en si mismo. Obviando el registro culto o popular, pulido o grosero que asignemos a nuestros personajes, todos ellos hablan gallego, cuando en la realidad no es así, nunca es así. La mayoría de los personajes de mis novelas no hablaría gallego. Algunos nunca y otros solo a veces. Renuciamos, pues, a un elemento formidable para la  caracterización de nuestros personajes: la lengua, y los obligamos a expresarse en otra en la que con toda seguridad nunca lo harían, aunque contamine, seguro que sí, la que ellos hablan. No se me oculta, no soy ningún imbécil, que lo mismo acontecería si contase en inglés o alemán una historia protagonizada por españoles, pongamos por caso. Pero pienso que no es lo mismo, que puede que no sea lo mismo.

         En mis novelas y cuentos, mis personajes, todos ellos, hablan en gallego y, prescidiendo del registro o nivel que corresponda a cada uno, en un gallego académico lo más correcto posible, cuidado al máximo. (Siempre doy a revisar mis borradores a un especialista de confianza. Es mucho el respeto que le tengo al gallego, como para contribuír, yo también con mis escritos mayores al despanzurramiento cotidiano al que se ve sometido el pobre). Ninguno de mis personajes habla castellano, cuando la mayoría de ellos lo hablaría como lengua única, ni ninguno habla en castrapo, cuando a alguno le vendría muy bien hacerlo.

         En el campo del audiovisual todavía contamos con la posibilidad del acento o el seseo o la jeada. Pero en el escrito, como norma, también se renuncia a eso.

         Prescindimos, pues, la mayoría de los gallegos que escribimos ficción en gallego, de uno o de varios elementos caracterizadores de personajes que podrían -¿deberían?- resultar de importancia capital.

         En cambio, los escritores gallegos que escriben en castellano no solo no renuncian a esa arma poderosa para la identificación y caracterización de personajes, si no que la utilizan, en muchos casos, de manera magistral. Pienso en Valle-Inclán, o en Wenceslao Fernández Flórez, o en doña Emilia Pardo Bazán, o en Camilo José Cela, por más que no pueda superar la antipatía que este me inspira. Ellos, en su obra de temática gallega, se valen del bilingüismo o, directamente, de la diglosia para crear personajes de perfiles soberbios -piénsese, sobre todo, en Valle-Inclán y en Camilo José Cela- o sencillos y tiernos, entrañablemente telúricos si pensamos en Wenceslao Fernández Flórez.

         Y es justo tener muy presente que en ningún caso caen en la parodia. De ser así, nos veríamos obligados a situarnos ipso facto en otro terreno.