Ilustración de Rosalía Díaz

Me ha tocado asistir a un terrible ritual de muerte. Paseaba por el patio del colegio leonés donde me encuentro acogido, a la sombra escueta de unos árboles que ahora mismo no sé nombrar, cuando de pronto, a mi derecha, un movimiento rápido, quizás brusco, reclamó mi atención. Un pájaro, puede que un verdillo -mis alardes ornitológicos de la infancia quedan ya muy lejos-, atacaba a un insecto que se movía, frenético, sobre el suelo. No pude reconocer al insecto. No llegué a distinguir su cuerpo, fuese como fuese. Solo veía sus patas, grandes, filosas, como las de una típula o como las de esas arañas de cuerpo diminuto y patas grandísimas que están en las cortezas de los árboles. El insecto era una sombra patuda, despavorida, enfebrecida por la urgencia atropellada del terror sobre el cemento impasible del suelo. El propio movimiento, circular, desesperado, de aquella suerte de pelusa enloquecida componía la estampa exacta del terror. El pájaro, de silueta fina, estilizada, atacaba al insecto con una estrategia implacable aunque, aparentemente, poco eficaz. Llegó a prenderlo varias veces en la pinza despiadada de su pico, pero el insecto conseguía liberarse y reanudaba su huída circular perfectamente inútil sobre el asfalto abrasado por el sol del mediodía. En una de estas acometidas, el pájaro lo aprehendió por fin con definitiva certeza y remontó el vuelo con él atravesado en el pico. Fue una batalla inclemente y desigual. Minúscula. La presencié sobrecogido, estremecido, pero inmóvil. Levanté la mirada del reducido escenario de la lucha, con los contendientes ya desaparecidos, y la hice vagar lentamente a mi alrededor. Estaba rodeado de paz. Paz absoluta. Inmóvil y silente, igual que yo. Los olmos se mantenían hieráticos y soberbios en su aguzada verticalidad. Los catalpas mantenían en absoluta quietud sus hojas anchas y sus vainas como sables verdes y curvados. El romero y la lavanda retenían sus aromas aplastados por el sol. La serenidad, la calma permanecían incólumes en el paisaje circundante. La tragedia animal, zoológica que acababa de consumarse no significaba nada en la plácida inmovilidad del tiempo. Debo confesar que he quedado horrorizado. Fue un segundo de horror, un instante, porque un hecho de tan escasa magnitud no puede horrorizar por mucho tiempo. Impresionado sí que estoy. Creo que jamás olvidaré el terror materializado en las patas frenéticas del desdichado insecto que no llegué a reconocer.

         Así pues, solo el pájaro, el insecto y yo hemos sido testigos y protagonistas de la terrible dilucidación entre la vida y la muerte que acabo de exponer. Como un relámpago se precipitó el suceso. El pájaro apenas solventó una mínima cuestión metabólica. El insecto se lo jugó todo y todo lo perdió en su empecinada desesperación circular. (Circular en cualquier caso, no se olvide, ya que puede ser perfectamente baladí o decididamente significativo). Y yo, que en apariencia nada me juego en este latido fulgurante y minúsculo de la naturaleza, he de erigirme una vez más, inevitablemente, en la conciencia de toda la materia animal y mineral que me rodea y me contiene.