Cuando recalé de nuevo en Lugo no era consciente del estropicio que se había producido en mi interior. Fue por aquel entonces cuando mis noches comenzaron a interferir en mis días. No sé si ya había ocurrido antes, pero creo que no. Despertaba con el ánimo dominado por unos sentimientos, unas sensaciones abrumadoras. Era como si se hubiesen revuelto mis humores melancólicos y en mi órgano sentimental se hubiese instalado una mezcla de nostalgia, añoranza, incomodidad moral, sentimiento de culpa… Despertaba poseído por este reboltijo anímico que duraba luego todo el día. Si trataba de buscar la causa, no lograba atribuirla a nada concreto. Sabía que algo había ocurrido, algo que daba vueltas en mi cabeza, en mi conciencia, pero que jamás alcanzaba mi consciencia. Era una sensación difusa, referida a hechos envueltos en una nebulosa, sucesos indeterminados que jamás conseguía concretar, pero que me acusaban, me sumían en un pozo de desasosiego y desconcierto. Por lo general todo quedaba ahí, en el turbio reflejo de algo inconcreto que yo había hecho, algo malo  que me acusaba sin mostrarse. Tardé mucho tiempo en darme cuenta de que era la noche la que laboraba para castigarme durante el día. A veces trataba de entender este estado de cosas. Yo tenía diecinueve años. Había decidido salirme de una organización religiosa en la que había entrado con una decisión libre a los diecisiete. No parecía un hecho suficiente como para alterar mi alma hasta el extremo de que lo onírico y lo real se confundiesen o, cuando menos, se mezclasen.

         Tuve que librar otra batalla, esta sí a plena luz de mi consciencia, derivada de mi regreso a Lugo: el cotilleo, la presión social. Lugo era una ciudad pequeña, yo era un muchacho bastante popular, por mí mismo y, sobre todo, por mi familia, mis hermanos y, sabrevolándonos a todos, la enorme figura de nuestro padre. Durante mucho tiempo era muy frecuente  sorprender a un grupito que estuviese cuchicheando sobre mí. Fuera cual fuera el grado de mi popularidad, yo me había exhibido sin reparo con mis atributos frailunos. Mi figura de joven pálido y ensotanado, con mi cintura ceñida con las dos vueltas del cíngulo, había aparecido por aquí y por allá en todos los espacios públicos de Lugo. Adopté una actitud agresiva contra los cuchicheantes. Cuando sorprendía a alguien que hacía comentarios sobre mí, o eso me parecía, mi respuesta era siempre la misma: clavar mis ojos en los suyos y sostenerle la mirada hasta obligarlo a desviarla. Me hice todo un experto en estos combates oculares. Podían producirse en cualquier sitio. En la calle, en el cine, en una cafetería…

         El último cura con el que mantuve comercio espiritual me lo advirtió, pero de una manera sesgada. Se llamaba don Ángel y era uno de los directores espirituales del seminario mayor. Yo acudía a él con una regularidad acordada para contarle mis dudas y mis quebrantos, aunque lo que buscaba en realidad era que me dijera que tenía que dejarlo, que tenía que desistir de mi intento, más que fallido ya a aquellas alturas, de ser religioso. Pero nunca me lo decía. Me escuchaba, me daba algún consejo si venía al caso, rezaba conmigo y hasta la próxima. El día que fui a decirle que había decidido dejarlo, que ya había tomado la decisión en firme, escribiendo, incluso, a mis superiores para comunicárselo, no me felicitó porque supongo que no procedía, pero mostró una gran alegría y conformidad. Estuvimos charlando un buen rato y me hizo una advertencia. Vas a querer volver. Debes estar prevenido, porque vas a querer volver. Después de aquel día no lo he vuelto a ver nunca más. (Esto me hace pensar en la cantidad de gente que he dejado tirada a lo largo de  mi vida, gente de la que, después de mantener una relación estrecha y más o menos larga, pero estrecha, en cualquier caso, me he separado de pronto y nunca más he vuelto a saber de ella. Vaya, mira tú, lo que me viene a la cabeza al recordar al cura aquel que me anunció, aunque de forma sesgada, la conjura del Espíritu. No sé, tal vez deba reflexionar sobre eso y decidir la clase de persona que soy. Ya veremos).

         Don Ángel me advirtió de que debía estar preparado porque iba a querer volver. De acuerdo, y se le agradece. Pero que yo quiera o no quiera volver o no volver a cualquier sitio, no tiene nada que ver con que el Espíritu, que ha decidido un destino para ti -siempre te decían lo mismo: el plan de Dios, tienes que cumplir el plan de Dios-, se meta en tu cerebro por las noches, mientras duermes inerm por completo e inocule en tu  capacidad sensitiva y volitiva imágenes y situaciones que luego, durante el día te las hacen pasar putas, con perdón. Pues, hombre, ya puestos y a los años que tengo ahora, uno puede discernir -o debería poder, vaya- lo que es real de lo que no lo es, pero lo que no puede es controlar las emociones, ni siquiera conociendo su origen espurio. Las emociones te vienen, te asaltan, te dominan y tú, ¿que otra cosa puedes hacer más que padecerlas?

         Hace unos meses, en un banquete al que tuve que asistir, me tocó sentarme al lado de un muchacho que podría ser mi hijo, incluso, forzando un poco los tiempos, podría ser mi nieto. Pues el joven este estaba empeñado en que yo tenía que creer a cojones en mi alma inmortal. Y lo que no acabo de entender es por qué teníamos que hablar del alma, de la mía o de la de nadie. Hasta entonces la conversación había girado sobre temas muy diversos hasta que fue encaminándose a cuestiones relacionadas con el arte, con la música, la literatura, el cine… y las emociones o sensaciones que en nuestro ánimo pueden provocar. Lo que yo llamo -no pretendo que sea una expresión mía, pero yo lo llamo así- la emoción estética. Y, de repente, me veo conminado por mi joven interlocutor a creer en mi alma inmortal. Le repliqué que no me daba la gana de creer en mi alma inmortal ni en nada que fuese o pudiese ser inmortal. Que creyese él, si era lo que quería, pero que me dejase a mí con las reacciones químicas que el arte o la belleza desencadenaban en mi organismo creando mis emociones. Esto le molestó mucho. A ti te pasa como a mi suegro, me dijo, y eso me molestó mucho a mí, porque su suegro me cae como una patada en los huevos. Habéis vivido aquellos tiempos tan oscuros, aquella religión tan cerrada…

         Es decir, que la conjura del Espíritu continúa vigente, no cesa. Aprovecha cualquier circunstancia, sea cual sea el tiempo y el lugar, sea cual sea, además, el tiempo transcurrido entre tu ruptura con él y el momento en que pretende aprisionarte otra vez, para intentar desestabilizarte de nuevo. El Espítiru es inmisericorde. No perdona la traición. Viene a ser como uno de esos machos descerebrados que se niegan a renunciar a la posesión por derecho de propiedad de la hembra que pretende abandonarlos.

         Puede que no haya nada inmortal, pero, a lo mejor, sí que hay algo condenadamente eterno.

         En 1968 habían cambiado muchas cosas en Lugo. Supongo. Me gustaría poder adentrarme en este asunto y explicar por lo menudo cuáles eran las diferencias del Lugo del 68 respecto del que yo había dejado en el 65. Me temo que no puedo hacerlo. Me he propuesto pasearme por los recuerdos de mi juventud recuperada o reencontrada al echarme fuera del agujero negro en el que había caído, fiado solo a la memoria, sin buscar ninguna clase de apoyo documental. En las circunstancias actuales no resulta fácil bucear en los fondos, tan pesados y gruesos, encerrados en esas encuadernaciones monumentales de códice medieval en lo que suelen convertirse las hemerotecas. (Hay algún detalle muy concreto que sí me gustaría confirmar, porque mi recuerdo se me antoja tan extraordinario que me resulta inverosímil, pero esto puede esperar.) Dos cambios muy notables recuerdo muy bien: la minifalda y el nuevo modelo de seat, el 850. Aunque, la verdad, esos dos acontecimientos ya me los había encontrado un año y medio antes, al final del noviciado, cuando vine a pasar mis primeras vacaciones a Lugo. Sin duda, ambos pueden considerarse símbolos de cambio, aunque, en realidad, quizás solo fuesen un simple  cambio de barniz.

         Lugo era en cualquier caso, una ciudad netamente provinciana. Imagino que ahora mismo continuará siéndolo, aunque la evolución de las cosas habrá difuminado seriamente los criterios para definir provincianismos o cosmopolitismos.

         En Lugo se conservaban rituales atávicos que tardaron años en desaparecer. Rituales que, con muy pocas o ninguna diferencia, se daban exactamente igual en muchas otras ciudades de España.

         El paseo era una de ellas. Quizás deberíamos escribirlo con mayúsculas. El Paseo. El mocerío acudía, en un auténtico rito de cortejo y exhibición, a la Plaza Mayor -entonces Plaza de España- y comenzaba a recorrer arriba y abajo la parte izquierda, según se mira a la Casa Consistorial, -ese era propiamente El Paseo-, continuaba por la calle de la Reina hasta la Plaza de Santo Domingo y vuelta a empezar. Calle de la Reina, desde o hasta la Plaza de Santo Domingo, hasta o desde el fondo de la Plaza Mayor. Acudían  las chicas, en grupos variables y los chicos lo mismo. Aunque se juntasen, no se mezclaban. Podía darse el caso, por ejemplo, de un grupo de cuatro o cinco muchachas que se emparejaban con un grupo de otros cuatro o cinco muchachos. Subían y bajaban por el Paseo sin deshacer los grupos de cada sexo, ni intercalarse chico, chica, por ejemplo. De tal modo que podía ocurrir que a ti, que ocupabas el tercer lugar en la hilera de los chicos, te interesase conversar con la muchacha que ocupaba el segundo lugar en el de las chicas, y entonces nos hablábamos echando la cabeza para atrás o bien para delante, si algún otro en tu misma circunstancia se interponía. El Paseo. Esto duraba, casi con exactitud infalible, desde las siete o siete y media de la tarde hasta las diez de la noche. A las diez había que estar en casa. Por aquel entonces, los ritmos familiares tenían todavía carácter sacramental.   Tengo entendido que en algunos lugares la cosa era más estricta; que ni siquiera se llegaba a esos emparejamientos rectilíneos. Los chicos y las chicas iban y venían por pasillos delimitados e infranqueables para cada sexo. Entonces lo que hacían era enviarse señales desde la distancia, sonreirse, hacerse visajes, mandarse mensajes gestuales, en fin, gazmoñerías de este tipo.

         Otra novedad que me encontré a mi regreso a Lugo fue la Emisora de Radio Popular. La Cadena de Ondas Populares Españolas, la COPE de hoy con todas las negras connotaciones que esas siglas convocan, se conocía entonces simplemente como Radio Popular. No sé cual podría ser en aquel momento la dependencia de la Conferencia Espiscopal, lo que sí sé es que Radio Popular de Lugo era una emisora de radio con una decidida, además de definida dimensión local. Fuera cual fuese su dependencia de alguna jerarquización emanada desde Madrid, la verdad es que no se notaba. El grueso de la programación era creación propia. Había gente muy válida en aquella emisora. La plantilla se ajustaba a lo que, no sé si reglado o no, debía componer una emisora de radio. Así teníamos técnicos de sonido, locutores, redactores y personal administrativo e incluso comercial. En  la locución había voces magníficas. Tino Cabanas, Benito Vázquez, que además era el director, Xulio Xiz, Teresa Vázquez y Cristina Sánchez. En la Redacción estaban Paco Rivera y Jesús Parga. El Jefe de Programación era Manolo Lombao, que, llevaba un programa musical que alcanzó un enorme éxito de audiencia, todo un fenómeno de masas para Lugo y su provincia. De los técnicos los recuerdo a todos, aunque no sus nombres. Estaba Joaquín, que era el jefe de ese sector, un muchacho de Lorca, otro al que llamábamos Bórtolo porque comenzó a comercializar con esa marca televisores y otros electrodomésticos que fabricaba él mismo, y otros dos de los que solo recuerdo alguna anécdota. Uno que practicaba artes marciales y que un día que se vio enfrentado a un grandullón que pretendía avasallarlo, lo tumbó con una pirueta de película, y el otro que, al parecer, ejercía una extraña posesión sobre la voluntad de algunas jovencitas y no tenía inconveniente en demostrarlo llamándolas por teléfono rodeado de sus compañeros y obligándolas a escenificar un orgasmo sonoro vía telefónica.

         A mí me gustaba escribir desde muy pequeño. Un día, sin encomendarme a Dios ni al Diablo, me planté en las instalaciones de Radio Popular, pedí ser recibido por el director y le panteé mi deseo de colaborar con su emisora con un programa. Él me dijo que le llevase una maqueta. Así lo hice, la aprobó y me remitió al Jefe de Programación, Manolo Lombao, para que asignase día y hora a mi programa.  Mi programa comenzó a emitirse los sábados a las siete de la tarde. Lo titulé Sintonía con el corazón del mundo y lo firmé, por favor, no os riáis, con el pseudónimo de Juan Marcos de Blas. Voy a explicaros el por qué y el cómo de semejante pseudónimo. Primero, el hecho mismo de utilizar un alias se debía a mi inseguridad, a mi miedo al fracaso o al ridículo, algo que siempre me acompañó o quiso acompañarme. Segundo, una vez decidido que no firmaría con mi nombre, había que buscar otro. En aquel momento yo continuaba con mi proceso de romper amarras con la vida religiosa que pretendía dejar atrás, peleándome a brazo partido, pero con absoluta lealtad, contra el Espíritu que no cejaba en su artera conspiración. Quería seguir siendo creyente, creyente comprometido, además. Continuaba refugiándome en la oración. Acudía a la capilla del seminario mayor. A las horas que yo iba siempre estaba desierta y el silencio en la capilla y en todo el contorno del enorme edificio y sus aledaños era absoluto. En algún lugar del altar, que era una enorme mole de granito, estaban inscritos los nombres de los cuatro evangelistas, con sus símbolos zoológicos. El tetramorfos. Una tarde de recogida soledad en la capilla, comencé a jugar con los cuatro nombres de los evangelistas, a hacer combinaciones con ellos. Luego, paseando un día por A Coruña, me salió al paso un rótulo que anunciaba la calle de San Blas. Y de ahí surgió el nombre. Juan Marcos de Blas, ¡manda carajo! La careta eran los primeros acordes de la 5ª Sinfonía de Beethoven. Sonaban las cuatro famosísimas y rotundas notas del Destino que llama a tu puerta, seguía un poquito más y la voz de Benito Vázquez decía: Sintonía con el corazón del mundo. Un poco más de música y: un programa escrito por Juan Marcos de Blas.

         Llegados a este punto, me apetece perderme en una digresión. No sé si es necesaria o no, pero, ¿qué más da? Después de todo, esto es como estar hablando con amigos o, al final, lo más probable, como si hablase para mí solo. No lo sé, ni pienso ponerme a indagarlo ahora, pero entiendo que alguna diferencia debe haber entre unas memorias y una autobiografía. En este mismo género entrarían también las confesiones. Conozco personas muy aficionadas a este género literario. Piensan que en cualquiera de estas tres modalidades, memorias, confesiones, autobiografía, encontraremos siempre el testimonio veraz de un tiempo, ofrecido por un testigo de primera mano, testigo que, en ocasiones es, además, protagonista. Yo acabo de leer las memorias de la escritora inglesa Vera Britain, Testamento de Juventud, y he quedado muy conmovido, por cierto. Tanto que creo que no tardaré mucho en leerlas otra vez. La lectura de las memorias, noveladas en este caso, de Arturo Barea, recogidas en los tres volúmenes de Forja de un rebelde, produjeron en mi ánimo de setentón con las pasiones magulladas por la sañuda sevicia de la verdad de mi pueblo y de mi gente, algo muy parecido a una catarsis. Pero no, por desgracia, una catarsis purificadora. No. En cualquier caso catarsis penitencial, abrumadora; catarsis que clava con clavos de crucifixión la condena irresolube del cainismo. Aunque también este concepto, el cainismo hispano, me gustaría analizarlo en profundidad. No me atrevo a contradecirlo de momento, pero no sé, puede que no sea justo eso, cainismo, el mal que nos afecta a los hispanos, a los hispanos de Iberia, dejando al margen, claro está, a los portugueses que viven muy tranquilos y edificantes en su hermoso país, al que no hemos sabido nunca llamar hermano y, parece, que ni siquiera estamos en vías de aprender a hacerlo.

         Pero también nos encontramos con memorias o autobiografías que son una pura engañifa. Es sabido que el autor de las novelas de Tarzán, Edgar Rice Burroughs, que llegó a fundar una ciudad de cuyo destino actual nada sé, llamada Tarzania, se inventó una autobiografía alucinante en la que no incluía ni un solo dato cierto. Todo era pura ficción, una más de sus novelas. Él sabrá por qué lo hizo. Y confesiones, así, con este título, encontramos varias y de personajes ilustres. Las más famosas, sin duda, son las de Agustín de Hipona o las del mal padre e ilustre ilustrado Jean Jacques Rousseau. El padre Serra, un jesuita que dirigía la Casa de Ejercicicos de Sarria, en Barcelona, experto en vocaciones -eso fue lo que me dijeron cuando me encaminaron a él para que orientase mi debate vocacional- me las recomendó cuando, acogido a su guía y su consejo, inicié los pasos, llenos de trabas y obstáculos, ya que la conjura del Espíritu comenzó na más intentar yo romper el trato que había firmado con él, hacia la salida del agujero negro que me retenía. Me recomendó dos libros para aquellos tiempos de duda, de lucha interior, de recuperación de mi voluntad enajenada y de tribulación. Las Confesiones de San Agustín y El Quijote. Esos fueron los dos libros que el padre Serra me recomendó para acompañar mis reflexiones encaminadas a tomar una decisión respecto de mi futuro estancado en lo que podríamos denominar una crisis de vocación.

         No se me ocurre pensar cual sería la  reacción de un muchacho de estos tiempos si, hallándose en una situación similar a la mía, alguien con el que se aconsejase le incitase a leer a Agustín de Hipona y a don Miguel de Cervantes Saavedra. En estos tiempos en los que pueden encontrarse los llamados libros de autoayuda para toda clase de situaciones y conflictos; tutoriales de todo tipo colgados en cualquier plataforma de internet; personajes expertos en liberación del talento, que van  de un sitio a otro construyendo esquemas mentales para homogeneizar los valores que deben impregnar la ética, porque de ética se trata, al parecer, de los cuadros directivos de las grandes empresas y corporaciones y, un peldaño más abajo, la de aquellos que, como auténticos apóstoles de la causa, causa comercial, por descontado, deben extender la buena nueva allá por donde se haya decidido que deba ser extendida.

         Pero, como es natural, lo que uno espera en los productos de este género memorialístico, en cualquiera de sus posibles manifestaciones, es sinceridad, testimonio cierto, y no falsedad o reconversión para salir bien parados de lances dudosos. Sabemos que demasiadas veces esto no es así. Sabemos que muchas confesiones no son tales, que muy lejos de serlo, lo que son en realidad es un intento de justificar lo injustificable, mintiendo o falseando la realidad sin ningún empacho, o  simple ejercicio de exhibicionismo impúdico.

         Yo no pretendo ni autobiografiarme, ni escribir mis memorias, ni muchísimo menos confesar nada. Comprendo que si he decidido poner mis recuerdos por escrito, algo parecido, si no igual, a cualquiera de esas tres opciones habrá de resultar. Pero me gustaría dejar bien claro que solo me guía el propósito de recordar. Debido a mi temperamento, supongo, me he pasado la mayor parte de mi vida recordando. Para bien y para mal, que recordar no siempre es bueno. Pues bien, ahora que ya se ha establecido considerable distancia entre mí mismo y mis recuerdos, creo que puede ser un buen entretenimiento pasar algunas horas de mis días poniendo mis recuerdos por escrito. Si al final resultase que esto son unas memorias, una biografía o una confesión, pues que lo sea.

         Así pues, después de mi impulso más o menos irreflexivo, me encontré con que era el dueño de un programa de radio que iba a emitirse con periocidad semanal.

         Creo que puede ser este un buen momento para hablar de mí y de mi relación con el hecho de escribir y de convertirme en escritor, cosa que venía intentando desde muy, muy pequeño. Lo primero que podría preguntarse, desviándonos tal vez un poco de la cuestión, es por qué el hecho de querer ser escritor resulta a menudo tan traumático. Por qué la única manera de entender el hecho de escribir ha de ir, por lo general,  ligada al de publicar y, además, publicar para conseguir un reconocimiento de crítica y lectores, un triunfo. ¿Por qué no puede ser una plácida labor íntima para darse consuelo y satisfacción a uno mismo? Pero lo cierto es que la inmensa mayoría de los que nos sentimos impelidos a escribir buscamos publicar y deseamos el éxito. Vanitas vanitatum et omnia vanitas.

         Conviene dejar claro que yo creía firmemente -no se me había ocurrido otra cosa- en la ciencia infusa.

         Comencé a escribir ficción a los diez u once años. Lo primero que escribí .¿cómo no?- fue una novela de vaqueros. La banda de Joe el Tuerto. Los alumnos mayores de la Academia de mi padre valoraron  con ironía que el malo fuese el sheriff. Mira tú este, comentaban; cómo sabe ya por dónde van los tiros. Pero era ya un consumado contador de historias desde mucho antes. Debía de ser muy pequeño cuando me inicié en mis labores de contador de historias. Hay un hecho que doy por seguro a este respecto. Fue la película de Disney Canción del Sur, de 1946, dos años antes de que yo naciera. Sé que la vi en el mítico Cine Victoria. Las películas llegaban tarde a España en aquella época y a Lugo mucho más. De todos modos, al haberla visto en el cine Victoria, está claro que ya era una reposición. No puedo fijar la fecha, pero no creo que pasase de los siete u ocho años cuando la vi. Esta película tiene como mérito principal que es la primera, si no estoy equivocado, en la que se mezclan actores reales con dibujos animados. La acción se desarrolla en una plantación de alguno de los estados esclavistas del Sur. (Y hoy sé, hasta hace poco no lo sabía, que causó graves quebrantos a la Disney por dar una imagen muy impropia e intolerable de la esclavitud).  El tío Remus, un anciano esclavo negro entretiene con historias al niño blanco hijo de los amos. Las historias que le cuenta se resuelven en dibujos animados, protagonizados por un conejo llamado Rabito. El tío Remus me cautivó, lo mismo que las historias que contaba. Creo que puedo asegurar que fue a raíz de ver esta película cuando despertó en mí el deseo de convertirme en contador de historias. Comencé a contárselas a mis amigos de las Casas Baratas. Ellos llamaban a mis relatos historietas. Yo seguía el modelo instaurado por las radionovelas y los tebeos: fragmentar en capítulos la historia, rematando cada capítulo en un punto álgido, en un momento de  máximo peligro para el protagonista. Mis primeros personajes se llamaron Juanito, Pablito y Jua-Juá. Todo en mis relatos era pura improvisación, todo era pura repentización. No había trama preestablecida, no había ninguna preparación previa. Yo arrancaba a contar y seguía y seguía hilvanando sobre la marcha hechos, situaciones, circunstancias, peligros, amenazas, nuevos personajes… Cuando veía que se me acababan los recursos, llevaba a mis personajes a una situación extrema, desesperada y decía continuará. Pero mis amigos, mi auditorio, entregado al dominio de mi imaginación, protestaban, querían más, exigían que continuase. Y lo que yo quería era jugar. Pero no había manera. Pedían y pedían. Y se dio el caso de que, como mis ideas se habían agotado respecto de la historieta que estaba contando, iniciaba otra con nuevos personajes. Llegué a tener en marcha tres historietas distintas con personajes, tiempos, localizaciones, etc., diferentes. Y las contaba de forma sucesiva. Y esta forma de hacer, engarzando episodios unos con otros, sin tramas previstas ni mucho menos subtramas, es decir, una estructura lineal, sin desviaciones ni vericuetos, fue la forma en que continué escribiendo toda mi vida.  Hasta hace bien poco. De aquellas historietas improvisadas, recuerdo el nombre de alguno de sus protagonistas: Pilsen y Puñetero; Nachacoa el invencible y su bisonte invisible; Cola, Engrudo y Pegamín

         Como dije empecé a escribir a los diez u once años, pero mantuve mi actividad de contador oral durante algunos años más.

         En varias ocasiones se me reprochó o advirtió sobre la excesiva linealidad de la estructura de mis relatos. Pero a mí me costaba mucho trabajo pasarme a otra forma de narrar que no fuese a base de acumular episodios. Andando el tiempo hube de rendirme y empezar a escribir sometiéndome a los pasos establecidos para la creación de una historia que mantega agarrada la voluntad del lector y no la suelte hasta que le estalle en las narices el desenlace que se pretende. Esos cinco pasos -creo que eran cinco- que han establecido en las escuelas de guionistas para llevar a buen fin un guion que valga la pena. Ahora ya no los recuerdo, aunque podría recuperarlos sin mayor problema. No en vano vivimos dominados por la omnisciencia de Google. (¿Argumento, sinopsis, escaleta, tratamiento, guion dialogado?).

         Pero eso de métodos y técnicas de escritura me interesa menos que lo de la ciencia infusa. Desde mis remotos inicios en esto de contar historias, hasta hace relativamente muy poco, mantenía yo la firme creencia de que no necesitaba nada más que mi capacidad inventiva, mi imaginación, para idear y desarrollar historias. No había que recurrir a nada, no era preciso beber de ninguna fuente. Tu imaginación y tú, solos ante el páramo de la nada en el que crearías todo un mundo de personajes, sucesos, aventuras, desventuras…

         Con este bagaje me presenté en Radio Popular y con este bagaje afronté la creación de mis programas semanales. El primero, el mismo que presenté como maqueta  al director de la emisora, no me creó grandes problemas, el segundo me parece recordar que ya sufrió un parto más dificultoso, el tercero me hundió casi en la desesperación. No se me ocurría nada.

         Yo utilizaba un sistema que me iba dando resultado: me encerraba en una habitación a oscuras, me tumbaba en la cama e intentaba despejar mi mente de todo pensamiento, dejarla en blanco. Y podéis creer que lo conseguía. Luego, poco a poco, las ideas, las imágenes, los pensamientos iban regresando, y, como mi preocupación dominante era la confección del programa, todo fluía hacia ahí. Finalmente, surgía una o varias ideas aprovechables y me ponía a escribir.

         Me consta que mi programa gustaba mucho, entre otros al director de la emisora. Hasta tal punto que, al poco tiempo, me ofreció ocuparme de otro, pagado, un programa diario cuyo contenido debía girar en torno a la  actualidad local. Puedo juraros que para sacar semejante empresa adelante, mi ciencia infusa no bastaba.          Volveremos, es posible, sobre todo esto. Pero ahora me apetece más regresar a mi imprevisto preuniversitario.