Fortuna fortes metuit…

         Lo primero que recuerdo cuando alguien me obliga a pensar en el mayo del sesenta y ocho, es la roña adherida al reverso de las cartas con las que jugábamos en la pensión de Santiago. Con el cuento de favorecer la recuperación de los que perdían, nos prolongábamos en partidas nocturnas interminables. Jugábamos con una baraja viejísima, manoseada sin tregua en partidas agotadoras o en solitarios absurdos. Las cartas estaban marcadas de puro usadas. La roña, agrupada en motitas negras sobre los lomos verdemusgo de los naipes, constituía un código infalible de señales. Administré con prudencia mi ventaja y mis compañeros de timba nunca desconfiaron de mi buena estrella. Limitábamos la apuesta máxima para evitar bancarrotas, pero un botín de cuarenta o cincuenta duros caía con frecuencia. Dos años llevaba yo empantanado en primero de Medincina, desmotivado e indolente. Me importaba muy poco lo que pudiera ofrecerme la universidad, y los estudiantes, aquella cofradía de jóvenes engreídos y comemundos que pululaban por la ciudad, me hastiaban. No obstante, determinados ambientes estudiantiles sí que me interesaban. Ambientes caros, inaccesibles sin dinero. A la pensión me había llevado Rúa, antiguo compañero de pre-universitario. Fervoroso comunista, marxista-leninista todavía entonces, Rúa andaba enrollado en el pecé desde la adolescencia. Cuando se enteró de mi llegada a Santiago, después de mis fallidos intentos por independizarme de la inestable economía familiar, lo celebró con sincera alegría y me buscó sitio en su pensión. La patrona, viuda con varios trienios, cincuentona de carnes prietas y bien puestas, me admitió sin problemas. Los sudores repentinos y los sofocos frecuentes que la acometían, y una forma de mirar cálida y sesgada, me decidieron a someterla a una meticulosa operación de acoso y derribo. El acoso lo aceptó sin demasiados remilgos; el derribo lo demoró hasta los límites justos del deseo reinstaurado por mis viles maniobras. Le pagué con toda la paciencia de cazador contumaz que logré reunir. Al fin y al cabo en el envite iba el importe de mi alojamiento.

         Rúa confiaba en mí y no le importaba comentar conmigo los lances que el partido le encomendaba. Casi todos eran de tipo propagandístico. Buzonear panfletos por distintas calles de Compostela, hacerlos aparecer en la facultad, cosas así. Insistía en que se estaba cociendo algo grande.

         -Es inminente. Algo sonado, ya verás-repetía.

         Había otros dos estudiantes comunistas en la pensión que yo no conocía de antes, y que también me aceptaron sin reservas. Éramos cuatro trasnochadores impenitentes agarrados a las fatigadas barajas o enredados en acaloradas diatribas revolucionarias. La dictadura del proletariado y las purgas de Stalin constituían, ¿cómo no?, mi aguijón recurrente. Ellos abrazaban una visión trascendente del materialismo histórico.

         Cuando apareció Revilla yo había descifrado ya el código que la roña compusiera en las barajas, y esquilmaba sin misericordia los dineros de mis idealistas camaradas. Revilla había cursado el pre-universitario con Rúa y conmigo. Al acabarlo hizo oposiciones a policía secreta -se les llamaba así- y, según me dijo, estaba destinado en la brigada político-social. Un día me abordó en la calle y me llevó a tomar un café en el Marineda. Gastaba unos ademanes paternales y ampulosos, vestía ropa impecable y lucía unas enormes gafas oscuras que no paraba de quitárselas y ponérselas, jugando con ellas mientras esperaba que sus palabras fuesen haciendo efecto en su interlocutor, es decir, en mí.

         -Los estudiantes nos dais mucha guerra-me dijo-. Ese grupito con el que tú vives, por ejemplo.

         Iba a replicarle, sorprendido, pero me reprimió con un gesto enérgico.

         -Deja que te diga un par de cosas. Te van a interesar-me recomendó en tono displicente-. Mira, nosotros necesitamos información. Toneladas de información. Naturalmente, necesitamos informadores. Tú, por ejemplo, eres ideal para eso.

         -Pero…

         -Aguarda-me reprimió de nuevo, haciendo bailar las gafas entre sus dedos-. No digas nada aún. Mira, puede salirte gratis la carrera. Haces Medicina, ¿no? Una carrera larga y cara. Gratis, oye. La Dirección General de Seguridad te paga los gastos en Santiago. A cambio de tu información. Tú vas informando y nosotros decidiremos lo que es importante y lo que no.

         Su mirada recorrió medio bar con las gafas puestas y el otro medio sin ellas.

         -¡Ah! Y no te preocupes por nuestro amigo Rúa. Anda muy extraviado. Lo va a pasar mal, muy mal. ¿Quién sabe? A lo mejor le haces un favor.

         Aquella noche dormí poco y mal. Distraje la vigilia urdiendo estrategias que franqueasen el puente levadizo que la patrona no acababa de bajar.

         Es increíble la velocidad del pensamiento. He rememorado todo esto mientras nos hacían la foto. Para un suplemento dominical conmemorativo del trigésimo aniversario de mayo del sesenta y ocho. En ella aparecemos un grupo de políticos locales más o menos vigentes. Nos han hecho una entrevista colectiva sobre aquel glorioso mes que, al parecer, nos ha parido a todos. Rúa no sale en la fotografía. Como tantos comunistas de buena fe, él se quemó en la transición. En la actualidad regenta una pequeña librería en algún sitio.