@rosaliadiazcreativa

Ya nadie mira al cielo. Aquí no. Nadie lo mira porque al suelo le es indiferente. Recuerdo al abuelo asomarse a la puerta de la casa para interrogar augurios en el viento. La fuerza de mil miradas traspasaban el etéreo hermetismo de las horas cada día. Interrogar augurios en los vientos. La reja del arado iba a castigar la carne sagrada de la tierra y se imponía, perentorio, no hacerlo a la ligera. Supongo, claro que lo supongo, que el influjo ancestral de lo divino pondría también mil plegarias en las mil miradas que esparcían su atávico saber, casi infalible, de lo que cabía aguardar de los mensajes cifrados en los vientos y en las nubes. Los signos benévolos o los augurios malignos, todos , esperanzadores o amenazantes, danzaban, torvos o risueños, en el cielo, por encima del viento interrogado. Mas, ¿qué importa eso ya? Legua a legua, la lerda mirada de mis ojos de urbanita a penas reconvertido en hijo espurio de la naturaleza, detecta en el suelo desacralizado la inútil pertinacia de los augurios del cielo, torvos o risueños. ¿Qué más da? Ni la lluvia vivifica cosechas abortadas por el abandono, ni el calor sazona frutos no queridos a causa del torpe imperio del consumo. Ya no se teme a las heladas, abrasadoras, negras, ni a las nubes rastreras que nadie nunca supo explicar por qué al abrazar las ramas tiernas de las plantas les arrebataban la vida. El morrón, llamaban a eso en otros tiempos, por aquí. Era como el aliento envenenado de una sórdida deidad que odiase la vida, que envidiase la esquiva prosperidad del infatigable labrador. El morrón.

         Somos una triste colonia de viejos sin futuro. Alguien rompió la rotación de las generaciones que profanaban la sagrada carne de la tierra, del mismo modo que se profana el útero de una doncella rompiendo su sello en ritual escarnio para sembrar en él la única semilla que merece ser sembrada. Alguien rompió la rotación de vigorosos profanadores de la tierra y ahora la tierra es una virgen invertida, reseca, arrugada, fea, indiferente al fuego helado y mortal, o al calor de encubadora que reventaba su vientre profanado en miles de cosechas benedictas.

         El cristal, impoluto, de mi ventana me separa de la verde policromía de una tierra baldía. Ni siquiera puedo nombrar lo que veo, hoy, ahora mismo, cuando todo es verde, húmedo, hosco y jugoso. No puedo. Antes, cuando se miraba al cielo para interrogar en los vientos augurios de miedo o de esperanza, esto que veo al otro lado del cristal impoluto de mi ventana, tenía un nombre seguro: llosa, por ejemplo… Pero ahora, quebrada en aristas que mutilan los porvenires posibles la rotación de las generaciones, la semántica feraz de toda una forma de estar en el mundo ha desaparecido. Ha huído a algún rincón obscuro de lo inútil donde agoniza o muere. O permanece, vampirizada, a la incierta espera de una sangre que la devuelva al ser. Cortiña, llosa, labradío… Nombres que ya no nombran nada. ¿Qué ocurre cuando mueren las palabras? ¿No os dais cuenta de que con ellas mueren realidades, que aquello que nombraban ya no es?

         Están amortajando la tierra, ¿lo sabíais? Sí, para no tener que cuidarlas ni limpiarlas ahora que ya el impulso venéreo de profanarlas y fecundarlas ha apagado cualquier ardor en la quiebra de la rotación de las generaciones, los desterrados a los que han dejado sin origen ni raíz, reconvertidos en nada seguro de momento, vienen y amortajan sus tierras con enormes sudarios de plástico negro. Las cubren, las constriñen, las aplastan, las asfixian con enormes sudarios de plástico negro por los que las eléctricas patitas de las escurridizas lagartijas se pierden, se extravían, se desesperan en una huída imposible sobre un espacio carente de sentido  ni provecho.

         El abuelo y los otros mil abuelos que asomaban a las puertas de sus casas, con idénticas palabras en sus labios, a ver cómo pinta el día, para adivinar augurios, torvos o risueños, en los vientos mientras miraban al cielo, hallaban siempre respuesta segura a su pesquisa.

         Y nosotros, ¡pobres de nosostros!, eufóricas víctimas de la marea negra del riego asfáltico y el hormigón, dejamos de interrogar los vientos germinales de las palabras que morían. Nos era igual; otras venían a allanar la morada de las muertas, otras que traían el talante agresivo, dominante, aniquilador de los sucios colonizadores destructores de culturas y de pueblos y de mundos que jamás se recuperaron, convertidos en detritos putrefactos de las, siempre, siempre, mezquinas realidades que construyeron encima de las palabras muertas. La tierra amortajada y las palabras convertidas en cadáveres. Un mundo en descomposición. Un mundo en descomposición, un mundo putrefacto, atacado por los dientes desnortados de nosotros, la carcoma impenitente que rilla, rilla, rilla, perforando galerías, ancheando cavernas igual que la tuberculosis consumía los pulmones de los hombres.

         Ahora, como entonces, se busca otra palabra para nombrar lo innombrable.

         Somos bacilos ciegos, contumaces, homicidas, suicidas; bacilos planetarios, bacilos sordos, descerebrados, imbéciles, que pensamos que los profetas anunciaban porvenires que nos negábamos  a acreditar, cuando lo que de verdad hacían era denunciar para nosotros la injusticia y la estupidez.         

La estupidez de la injusticia. Y la tierra amortajada.