A la arquitecta y directora de la Escola Galega da Paisaxe, Isabel Aguirre, la llevaron en los años 50 de excursión a la campiña inglesa. El objetivo era conocer los muros y cierres de origen romano que todavía seguían en pie. «¡Eran como los de Galicia!», descubrió. Décadas más tarde ha tenido la oportunidad de impulsar una guía para poner en valor los ricos ejemplos de Galicia, con el fin de que los ciudadanos «sepan lo que tienen». En algunos países europeos existe financiación pública para el mantenimiento de estos cierres, lo que les ha servido a muchos para aprender a respetar su propiedad: «En Inglaterra no necesitan protegerlos, porque ya saben lo que valen», indica. De todos los ejemplos de cierres gallegos, se queda con los de la zona de Lugo: «Son auténticas esculturas».

(https://www.lavozdegalicia.es/noticia/galicia/2017/05/28/)

1. Autorretrato. (Fragmento)

         Por lo general mis paseos carecen de meta u objetivo, dejando a parte el mero hecho de caminar, de hacer ejercicio para mantener el corazón ocupado. No busco nada. Busco, sí, itinerarios, busco los parajes por los que me adentro y que recorro y que disfruto. No hay ninguna intención poética o indagatoria. Me quedo con lo que me encuentro y nada más. Todos los paisajes hablan y yo procuro escuchar lo que me dicen.

         Esta vez no, esta vez había una meta definida: la iglesia de Ximarás. Javier la ha reproducido en una de sus laboriosas construcciones a escala con corchos de botella y madera de balsa, y a mí me pareció muy bonita, muy atractiva, muy singular. Le pregunté dónde estaba y cómo se podía llegar hasta ella. Y él me dio la indicaciones necesarias. Naturalmente, no la encontré. Caminé durante cuatro horas, más o menos, acompañado de Nala, claro está, y, finalmente, tuvieron que venir a rescatarnos pues, si no cuatro, puede que sí dos o tres horas más serían necesarias para regresar a casa. El paseo nos sentó muy bien, tanto a Nala como a mí, y nuestro errático deambular fue motivo de choteo y regocijo para mi tropa familiar. En cualquier caso, habrá que intentarlo otra vez. Volveremos a marcarnos como objetivo la iglesia de Ximarás.

         En varias ocasiones me he definido como un sujeto aterritorial. Lo hice en contraposición a otra persona con la que he caminado mucho por muy diversos parajes y que siempre sabe en donde está, como se llama el lugar que pisa y por donde debe ir para llegar adonde quiera que sea que vaya. En ocasiones, desde lo alto de un otero, va señalando un punto y otro punto y otro punto al tiempo que pronuncia su nombre,.Yo no poseo esa virtud y es algo que me hiere de alguna manera. Si hablamos de Begonte, conozco, sí, la toponimia gruesa. Podría enumerar sin problema las diecinueve parroquias que integran el municipio. También podría nombrar los barrios más inmediatos al que nosotros pertenecemos, Quitimil y, por supuesto, algún otro más alejado. Pero ignoro por completo la microtoponimia de la tierra que habito.

         Imagino que en todos los lugares del mundo la microtoponimia marcará con exactitud el sitio donde te encuentres, y que, al igual que en cualquier carretera podrías indicar tu situación diciendo me encuentro en la N-VI, en el punto kilométrico tantos, o en una zona urbana con decir el nombre de la calle y el número del inmueble junto al que te encuentras, en una zona rural podrías decir: me encuentro en la parroquia Tal en el lugar Cual. Por ejemplo, para uno de aquí, localizarme sería sencillo: San Pedro de Begonte, barrio de Quitimil, casa Sucurro. Pero, si no fuera suficiente, podría añadir: frente a los Pedregás de Arriba o al lado del Plumar o a unos doscientos metros más allá de la Barrosa. También, entre la vivienda de O Casete y la de Caxigueira o la de Carreira… El nombre de la finca, el nombre de la casa, el nombre del accidente orográfico, del molino, del regato… Galicia está bautizada palmo a palmo. Primero tenemos la clase de finca de que se trate y ya aquí nos encontramos con una enumeración nada breve, significativa y esclarecedora. Por el tipo de cierre, por el cultivo, por la extensión, por la localización en las tierras de labor, en el monte, por si tiene agua o el agua le viene de otro sitio…

         Leira, leiro, tenza, cortiña, camposa, chousa, seara, curro, agra, campa, veiga, veigal, veigón, ferrado, tego, leirada, leirado, bouza, campaza, campeira, campeiro, campela, campizo, campón, senra, estivada, roza, zarro, xesteira, toxal, penaleira, chao, ínsua, carballeira, souto, castiñeira ou castañeira, biduido, regas, valiña, picos, picoutos, couto, coutiño, uceira, salgueirada, salgueiral, pomar, pumareda, figuerial, figueirido, reigada, regueiro…

         Pero es que, además, cada una de estas fincas, a parte de definir, como se ha dicho, de forma exacta, la clase de cultivo a la que está destinada, tiene su propio nombre. No existe ningún trozo de tierra, por pequeño que sea, que no tenga su propio nombre en Galicia. Y justo ese conomiento es el que a mí me falta. Puedo decir, por ejemplo, que estoy en la parroquia de O Castro, pero, luego, ¿qué más puedo añadir? Los paisanos de aquí lo dicen con seguridad infalible: Os Terreos, A Vila, O Carapetal, Cente, Besgode… pero, después, si hubiesen de especificar más, A Currela, Os Pedregás, A Barrosa, O Plumar, o también por casas, casas cuyo nombre puede no tener nada que ver con quienes la habitan. Es muy frecuente. En la familia de mi mujer, sin ir más lejos, la casa de donde procedía el abuelo fue siempre, y todavía es hoy, Casa Fandiño y en ella jamás hubo un Fandiño que se sepa. Otras veces el apelativo es más fácil de asimilar: casa del Secretario.

         A esto me refiero cuando digo que me considero un sujeto aterritorial. No sé si el calificativo es apropiado o no, ya no digamos correcto, pero es con el que trato de expresar esta carencia mía de conocimiento familiar de mi paisaje, del paisaje en el que habito y en el que me dabato. Ciertamente, en esa larga caminata de cuatro horas bien cumplidas, que dio sin duda muchos frutos aunque no alcanzó su objetivo, hubo muchos momentos en los que no podría decir en donde me hallaba. Esto no es lo mismo que estar perdido, pues perdido no estuve en ningún momento, pero no deja de ser triste saber adónde vas, de una manera amplia, genérica, saber que podrás volver a casa sin ningún problema, ya que estás en todo momento orientado, pero ignorar por dónde vas. ¿Qué le digo a quien me pregunte por los lugares recorridos en mi largo paseo? Señalar hacia poniente con mi brazo extendido: Por allí arriba, por allí fue por donde anduve. Si hubiese necesitado indicar a alguien cuál era mi posición, es seguro que en algunos momentos no podría concretarlo.

2. Nala.

         Cada mañana a primera hora, Nala reclama que se le abra la puerta. Quiere salir. Si no atiendes su reclamación, lo hace notar aumentando la intensidad de sus rasponazos a la puerta e, incluso, con ladridos. Luego tiene para ella sola la amplia libertad de la cortiña deturpada del Sucurro. Ladra con energía y determinación ella sabrá a qué o a quien, persigue afanosa y convencida a algún pájaro que jamás alcanza, recorre de un lado a otro, arriba y abajo, sin dejar de olfatear Dios sabrá que rastros u objetivos todos los espacios contenidos en el cierre de la finca. Pero eso no le basta. Quiere más. Por eso, cuando ve que me pongo la gorra y recavo mi bastón, se pone eufórica, se me acerca, hace figuras ante mí, se levanta de manos y las apoya en mis piernas y si, además, echo mano a su correa, entonces salta, traza quiebros ante mí, ladra. Si me hago el remolón o cualquier causa retrasa el inicio del paseo, se coloca detrás de mí y me empuja, literalmente, me empuja con su hocico en las pantorrillas o con sus patitas en el trasero. Cuando comienzo a andar, corre hacia la cancilla, vuelve a mí, se revuelca sobre la hierba, se coloca en la línea misma de la cancilla, la abro y sale. Solo le pongo la correa cuando vamos por zonas en las que puede haber tráfico, que, como norma, procuro evitar. La dejo a su aire. A veces se queda rezagada, otras se me adelanta, algunas se mantiene a la par o se desvía incursionando algún lugar que por algún motivo reclama su atención. A mí me gusta mucho escuchar, mientras  avanzo por alguno de los, por lo general, frondosos caminos que frecuento, el blando, casi cristalino, sonido de sus pisadas almohadilladas. Y también cuando se para en pose cazadora, todo inmovilidad y atención, con la pata derecha delantera levantada y plegada en pose de pointer pergiguero. Y los sustos que le doy cuando va delante de mí y yo provoco sin querer algún ruido inesperado. Baja el rabo, encoge el culo y se aleja al trote mirando alarmada hacia atrás. La entiendo muy bien cuando en un cruce o bifurcación se para, espera y me mira a ver qué camino seguimos. Lo que ya no sé interpretar es cuando no existe ninguna opción aparente y, sin embargo, se para y me mira inquisitiva. Vamos, sigue, le digo; a veces ni eso, solo un gesto de que continúe. Nala parece asentir y continúa delante de mí.

3. El paseo.

         Echamos a andar cuando serían las diez y media más o menos. De entrada no era ese mi propósito, pero con pocos metros recorridos decidí marchar a la busca de la iglesia de Ximarás. Tiramos por la cuesta de Virís y, como siempre que lo cruzo, me detuve en el Puente Miraz, el puente sobre el Ladra. Río arriba está una estación hidrográfica que con su presa hace cantarín al río. A mí me gusta mucho la voz sinuosa de los rios. Es como el aliento de un enorme pulmón y muy relajante. Río abajo se llena de vegetación, lo cual ignoro si es bueno o malo y hay un pequeño islote que divide la corriente dejando en carne viva un lecho de cantos rodados. Por ahí suele andar una  familias de pato y una garza. No siempre se deja ver. A veces se mueve en un vuelo corto, rastrero y perezoso, y otras adopta una de sus posturas de camuflaje y entonces tardas en descubrirla. La confundes con cualquier garabato seco que pudiera haber en la ribera. También resulta agradable buscar los brillos más o menos fugaces de los peces en el agua. Cruzado el puente, tomamos una pista asfaltada, a la derecha. Empieza bastante abierta, pero pronto las copas de los árboles a ambos márgenes la cierran sobre sí misma y la hacen agradable en días de calor y por la permanente compañía del canto de los pájaros. Te recibe, al inicio, una vivienda muy bien cuidada, con cierre nada hosco y un amplio espacio como de museo al aire libre. Varias cepas de árboles nobles muertos, de formas caprichosas, piedras también morfológicamente sugestivas y algunas esculturas que, aunque no pueda asegurarlo, me atrevo atribuirlas a Víctor Corral. Llegando casi al final de esta pista está el lugar donde hace tiempo me saludaban las ardillas. Porque me rehuyen o porque ya no están. Saludaban a su manera, claro, que consistía en alejarse, raudas, de mí. Lo más frecuente solía ser que trepasen sin ninguna vacilación por el tronco de algún árbol y continuasen huyendo de rama en rama hasta desaparecer. Solo dos veces hicieron algo diferente. En una ocasión, la ardilla, un ejemplar bastante grande, ascendió hasta la mitad, más o menos, del tronco de un pino y se detuvo allí, agarrada con las cuatro manos de sus cuatro patas a la rugosa corteza, con la cola estirada y el cuerpo arqueado. Y no dejó de mirarme ni un momento. Yo me detuve también y así permanecimos por un tiempo. Después se metió en la espesura. En la otra ocasión la ardilla huyó sin prisa. Parecía no tener miedo ni estar alarmada. Trepó toda la altura de un pino de aspecto sano y copa verde y espesa, pero se pasó a otro cuya apariencia era de estar tocado por la muerte. Si no estaba ya completamente seco, poco le faltaba. Sus ramas, peladas y sin savia, desprovistas de cualquier verde vestimenta, presentaban las manchas oscuras y resecas de algunas piñas adheridas a ellas como excrecencias malignas. La ardilla se acomodó en uno de estos brazos escuálidos y angulosos, se recostó sobre sus patas encogidas y plegó la cola sobre todo su cuerpo, adoptando una absoluta inmovilidad. Parecía tal cual una piña más. El mimetismo, ese formidable instrumento defensivo que tanto se da en la Naturaleza. Desvié los ojos a propósito y volví a buscarla con la mirada. Porque sabía donde estaba y, aún así, trabajo me costó localizarla. Pero ya hace varios años que, cuando paso por aquí, ninguna ardilla me saluda.

         La pista que transitamos Nala y yo desemboca en la carretera de Friol. Si la atraviesas hay un rótulo que indica O Castro y un poco más adelante otro anuncia Insua, San Vicente, Roibás, Pena…

         Aquí nos acometió la lluvia. La oí antes de sentirla salpicarme el cabello, la cara, la ropa. Golpes duros, como pedradas diminutas arrojadas contra el suelo. Lluvia de verano, espaciada, ancha, lenta al principio.  Ni Nala ni yo le hicimos caso. Nunca me molestó pasear bajo la lluvia y mucho menos en verano. A Nala tampoco parece importarle.

Desprecié la señal que me dirigía a Ínsua y giré hacia Pena. Pena era la referencia que Javier me había dado para llegar a la iglesia de Ximarás. O mellor é ir pola carretera de Friol, coller o indicador a Pena e alí, aos poucos metros xa está. Comencé a rodear una cerca de malla de alambre. Me acerqué para ver lo que encerraba. No me tengo por buen agrimensor, pero el cercado circundaba una enorme explanada, una extensión allanada y desbrozada, nada desdeñable. Experimenté como una aguda punzada biológica al comprobar de que se trataba: un cementerio de eucaliptos. La visión era angustiante. Miles de troncos,  rectos como postes, completamente pelados, fuera por un proceso natural, fuera por la mano del hombre, yacían allí estibados en rimeros largos y perfectos; cadáveres sin otro sentido que la fatídica impronta dominical sobre la Naturaleza que, primero la cultura judeocristiana que nos posee a todos y luego la codicia calvinista, el germen capitalista y pecuniario han provocado en la fe definitiva de los pueblos del occidente en decadencia.

         Permanecí unos largos minutos contemplando aquella amplia desolación, aquel exterminio programado con la misma frialdad que se programa el exterminio de visones o martas o armiños en las horribles granjas de cemento, sin alma o con alma de hormigón, el alma fatídica de nuestra era. Dicen, los que pueden decirlo, que hay indicios suficientes para aceptar que nuestra era está llegando a su fin o, cuando menos, al principio del fin. Es que la agonía de una era es tremendamente dilatada y su muerte, ¡ay, su muerte!, ¿quién será el forense que la certifique? Otros dicen que no hay para tanto. Lo mismo me da. Yo sí que estoy, infalible, enfrentado a la consumación de mi destino. Puedo deciros que vivo, con absoluta serenidad, uno de los momentos más contradictorios de mi vida. Puedo, si quiero, proclamar un estado de suficiente bienestar esperitual, con todos los afectos bien situados, que me permite afirmar mi felicidad. Pero mi ánimo profundo, dejando de lado las continuas controversias intelectuales que no puedo ni quiero soslayar, es como un tonel mal lavado, en cuyo fondo reposa el resto ácido, amargo, abrasivo de lo que pudo haber sido un néctar exquisito.

         Siempre que interrumpo nuestros paseos con alguna parada más larga de la cuenta, Nala se me acerca, me mira con sus hermosos ojos de vidrio acaramelado con la boca entreabierta y la sierra de sus dientecillos blancos rubricando una pregunta desde su cara ancha y sutil. Me hacen gracia sus bigotes. Me recuerdan los de aquellos viejos fumadores de antaño, de cuarterón, que iban amarilleando sus canosos mostachos con el humo, la nicotina y el alquitrán de sus cigarros  ¡Aquella prodigiosa capacidad de mantener la colilla entre los labios!

         Di la espalda a la estremecedora necrópolis silvícola y reanudé la marcha. Me gustaría nombrar el terreno que pisaba, pero no puedo. Sabía, sí, que mis pasos me llevaban a Roibás.

         La lluvia no pasó a más. Nos castigó, ancha y lenta, durante un trecho, arreció un poco durante otro y, sin más, se batió en retirada. Ni siquiera consiguió despertar el aroma que en los campos suele despertar la lluvia de verano.

         He cogido la costumbre de peinar con la mirada los paisajes mientras camino. Espero que puedan regalarme alguna sorpresa. ¡Son tantas las cosas que ya no puedo ver! Porque ya no están o porque se me niegan, han dejado de estar para mí. Pienso que yo también dejaré de estar para ellas cualquier día. Y nada, en la Naturaleza me echará de menos. Recuerdo las palabras que oí a Octavio Paz hace ya muchos años. Si la especie humana desapareciese, dejase de ser sobre la Tierra, no pasaría nada especialmente malo. Pero la Naturaleza se quedaría sin conciencia. (Cito de memoria, creo que con bastante fidelidad). Yo echo mano de estas palabras cuando resultan oportunas. Las comparto sin vacilación. Siempre aparece alguno que filosofa por su cuenta y se rebela contra semejante idea. ¡Va a ser el hombre la única conciencia de la Naturaleza! ¿Y tú que sabes?, me retrucan. ¿Qué sabes tú si las ballenas, por ejemplo, me dijeron una vez, tienen conciencia de la Naturaleza? Por supuesto que yo no sé nada; ¡qué coño voy a saber yo! Pero los humanos, aunque queden algunas zonas abisales en los océanos y algún otro punto del Globo al que no hayamos llegado todavía, hemos estado en todas partes, hemos invadido, ocupado, estudiado -destruido- los hábitats de prácticamente todo lo que existe en nuestro mundo. Nuestra conciencia está expresada y recogida en múltiples contenedores: escuelas, universidades, laboratorios, libros, bibliotecas, pinturas, esculturas, músicas, grabaciones, películas, teatros… Nada de eso hemos encontrado en ningún otro hábitat que no sea el humano. Puede que no seamos los humanos la única conciencia de la Naturaleza, aunque la apariencia se empeñe en demostrar lo contrario. ¿Qué me importa a mí eso? Hace más de cincuenta años leí un artículo de Ortega y Gasset -en la biblioteca de mi padre estaban sus obras completas editadas en unos libracos enormes por Revista de Occidente- en el que afirmaba que los hombres -ahora tendremos que decir los humanos – habían estado sometidos a una continua evolución -es lo único que recuerdo de aquella lectura y conste, también, que estoy citando de memoria – mientras que un tigre -Ortega hacía referencia al tigre, se me escapa si por alguna razón en especial – permanece igual a sí mismo por los siglos de los siglos, amén. Lo comenté con un amigo de entonces, lo recuerdo muy bien, mientras deambulábamos arriba y abajo por El Paseo, en una de esas conversaciones interminables de juventud en las que vas perfilando las ideas que algo más tarde encontrarás inútiles o puede que no. Mi amigo me replicó que de eso nada, que por qué no iba a evolucionar un tigre igual que evoluciona un hombre, digamos un humano de hoy, en lo que ya podemos detectar una cierta evolución, sin duda. Yo tenía fuertemente inculcado el principio de autoridad. Que mi amigo de hace más de cincuenta años me rabatiese a mí, podría tener un pase, vanidad o pedantería a parte, pero a don José Ortega y Gasset… ¡hombre, por favor! 

         Caminar por montes nemorosos -este adjetivo solo me lo he encontrado dos veces, una en los poemas de San Juan de la Cruz y otra en La Regenta, de Clarín- es motivo de gran solaz para mí y, por el modo de reaccionar que muestra cada vez que intuye que vamos a dar uno de nuestros largos paseos, parece que también para Nala. El regocijo aumenta si la Naturaleza me regala alguna grata sorpresa.  Avanzando hacia Roibás nos sobrevolaron algunas cigüeñas, aves de muy reciente implantación por estos pagos; nos rehuyeron algunos lagartos a penas entrevistos y, tal vez, alguna culebra solo presentida por su roce ruidoso y furtivo en la maleza. El camino era ascentente y el paisaje cada vez más amplio y más hermoso. Una densidad de un verdor sin duda identitario. Pero también era implacable fedatario del ocaso, cada vez más definitivo, del agro gallego.

         Como no hice fotos ni tomé notas no recuerdo muy bien ahora qué o cómo era Roibás. Sé que llegué a una mínima agrupación de casas, casas todas añosas y nobles por su edad y por su aspecto; también que ladraron algunos perros y que ninguno salió al camino y que me encontré a dos hombres, añosos asimismo, con las muescas de sus apremiantes penalidades campesinas grabadas sin ninguna amabilidad en sus rostros y posturas, apremios que, seguramente minimizados, todavía cultivarían. El último labrador al que hemos comprado patatas de su propia cosecha, unas patatas  canabé, como se las llama aquí, blancas aunque no almidonadas y sanas, muy sanas, no se nos pudrió ni una, -poden estar ben tranquilos, eu nos lles boto nada-, era un hombre de setenta y dos años con sendas prótesis en cada cadera.

         Los dos hombres charlaban tranquilos a la puerta de la casa de uno de ellos. No mostraron sorpresa o la disimularon muy bien al verme aparecer precedido de mi westy. A uno de ellos lo recuerdo muy bien, del otro no recuerdo nada, salvo que eran los dos bajos y recios. El que recuerdo, tal vez sea por eso que lo hago, lucía un extraño bigote. Blanco, con las puntas recortadas, compacto como si en vez de estar formado de pelos fuese una cinta sedosa y con una marcada depresión en el centro, justo debajo de la punta de la nariz. Les pregunté si iba bien hacia Pena. Parecieron no entender. San Vicente, aclaré. ¡Ah, sí!, lo vieron ya claro. Siga por ahí y llegará a un muro grande de piedra. Ahí empieza San Vicente. Seguro que conoce a Baldomero. ¿No conoce a Baldomero? Ahora ya no queda nada, pero ahí era donde estaba Baldomero. Por supuesto que no conozco a Baldomero. Deduje que debía tratarse de un próspero maderista de otro tiempo. No sé. Que me perdone Baldomero o sus descendientes si estos comentarios no les sientan bien.

         La sorpresa que casi nunca deja de amenizar mis paseos llegó cuando ya me había alejado bastante del pequeño grupo de casas de Roibás y todavía no había aparecido el anunciado paredón de piedra de Baldomero. La pista asfaltada por la que avanzábamos Nala y yo no creo que superase los tres metros de ancho. Formaba un lomo azul oscuro con ribetes grises entre el extenso verdor de todos los circundos. Abundaban los eucaliptos, como era de esperar, y los pinos, esos pinos, no sé si tímidos o chulescos de crecimiento rápido, que empezaron a invadir nuestros paisajes hace ya tanto tiempo que los consideramos autóctonos. Tampoco se trata de expulsarlos, no vayamos a caer ahora, en estos tiempos en los que se quiere hacer identidad implantando xenofabias, en prejuicios raciales arbolícolas. Pero tampoco se trata de establecer granjas arborícolas para llenar luego los horribles túmulos de cementerios desolados como el que habíamos dejado atrás, en O Castro.

La sorpresa, nada grata en esta ocasión, era un zorrito muerto, caído de lado en medio y medio del camino. Estaba intacto, parecía dormir, sin ninguna magulladura o herida visibles. Tenía su hermosa cola estirada y los ojos cerrados y la boca entreabierta. Algo de sangre en los dientes y una pequeña mancha oscurecida sobre el pavimento que se había deslizado un poco más allá de su cabeza. Me extrañó que Nala no mostrase el más mínimo interés por él. Y también la absoluta integridad del cuerpecillo del raposo. Lo empujé con mi bastón hasta el borde del camino. Noté que el rigor mortis ya se había apoderado de él. Me horrorizan esos emplastes de carne, piel y huesos ensangrentados que salpican las carreteras, sobre todo en verano. Entonces Nala sí se interesó por la mancha oscurecida que había dejado el zorrito en medio de la carretera. La llamé y me siguió camino adelante.

         Ya no quedaba rastro de la lluvia.  Ni siquiera había nubes que pudieran volver a producirla. La mañana se había aclarado y la temperatura resultaba agradable para pasear. La ruta que seguíamos formaba un amplio badén. Descendíamos por una pista, siempre pizarrosa en medio del sempiterno verdor, y hacia nosotros, al otro lado, descendía también una mujer precedida de cuatro vacas. La mujer llevaba un palo en una mano, remoto recuerdo de la ancestral aguillada, y sujetaba con la otra la gruesa brida que controlaba a un perro de aspecto lobero. Algo más atrás caminaba un hombre pequeño, con sombrero y bastón. Nos fuimos acercando unos a otros. No puse la correa a Nala al comprobar que el otro perro iba sujeto. Lo cierto es que ni se miraron. La mujer y las vacas se me acercaban por mi derecha. Había espacio suficiente para todos. Arranqué a la mujer, malamente, un buenos días. De las vacas, tres me ignoraron y una se detuvo a mirarme con esa mirada tan inquietante que las vacas no pueden evitar aunque quieran.

         El hombre no tenía nada que ver con la comitiva bovina. Era una anciano afable y cordial. Con ganas de hablar, como suele ocurrir con todos los ancianos, sobre todo cuando, como parecía el caso, se ven obligados a pasar mucho tiempo solos. Noventa y cuatro años tenía, según me dijo. Las verrugas seniles que salpicaban su rostro y deformaban su nariz, lo confirmaban. Se movía con movimientos lentos, pero seguros. Se extrañó de verme por allí.  Nunca me había visto antes. Le expliqué quien era yo y de donde procedía. Me extendí, incluso, dóndole datos sobre la familia de mi mujer. Él no la conocía. Caí en la cuenta de mi torpeza. El abuelo, del que yo le hablaba, murió en 1975, con ochenta y dos años. Cuarenta y cinco años. ¡Qué iba a recordar aquel anciano de noventa y cuatro a Antonio Maira! Charlamos durante un rato. Siempre me gustó hablar con la gente mayor, siempre me entendí bien con los viejos. Confieso que, a pesar de mi plena conciencia de que soy uno de ellos, normalmente se me olvida. Pero, bueno, la diferencia con aquel hombre de noventa y cuatro bien  podía justificar mi olvido en aquella ocasión. El rostro envejecido de aquel hombre mantenía una base risueña debajo de las huellas que los años le habían ido pintando. Divagamos vaguedades  durante un rato. Pronto caímos en el tema inevitable. La muerte del medio rural. Me hizo gracia que utilizase las mismas palabras que vengo yo utilizando cuando me refiero a la zona que habito: dentro de diez años aquí no queda nada.

         El trayecto entre Roibás y San Vicente -porque Pena como tal todavía no la había localizado.  San Vicente de Pena, Santalla de Pena… – había planteado otra evidencia de la imparable decadencia de estas tierras. En este caso, posiblemente, una doble decadencia. Una tras otra me fui encontrando hermosas casonas, en algún caso auténticos complejos, lo que sin duda tuvo que ser un próspero predio agrícola y ganadero: casa, dependencias aledañas, pajares, heniles, establos…, abandonados, entregados a la incuria y a la lenta pero impacable corrosión. Digo doble decadencia, porque el rastreable abolengo de casa grande en algún caso, hablaba de un primer paso hacia la muerte del agro gallego con la ruina de esas familias que vivían de la tierra sin trabajarla. Ruina, en ocasiones, engañosa para ellas, pues, con asiento burgués y urbanita -médicos, abogados, militares – en muchos casos, lo único que había ocurrido fue el abandono, el desinterés por unas posesiones que no justificaban ni su preocupación ni su ocupación. En el ayuntamiento de Begonte pueden encontrarse en sorprendente abundancia este tipo de nobles predios, algunos con categoría de pazo, otros denominados por los paisanos “a casa dos señores”. Prácticamente todos están cerrados. Y alguno de los que se mantiene abierto solo lo hace con carácter vacacional.

         Casas cerradas, cultivos abandonados, población en franco retroceso y seriamente envejecida, paisaje brutalmente mutilado y sostenido con las prótesis espurias de los eucaliptos y los pinos de crecimiento rápido que te encuentras por todas partes.

         Después de la triste sorpresa del zorrito muerto y hasta mi encuentro con el anciano, mi camino se había visto jalonado, como si me predeciese la argucia de un macabro Pulgarcito, por una serie de mariposas muertas. Sobre el asfalto azul, sus cadáveres en un número que no conté, iban llevándome, con o sin designio esotérico, a mi encuentro con el anciano labrador, como un fantasma encarnado, como un aparecido amable venido a dar cuenta de otros tiempos.

         Mi paseo continuó con alguna que otra incidencia más quizá digna de ser contada. Ya os dije que mi mujer acudió al rescate cuando resultó claro que nos habíamos alejado demasiado y que el regreso, además de fatigoso, había de ser demorado en demasía.

         Podría, sí, continuar esta crónica, pero voy a poner punto final aquí.

         En cualquier caso, no alcancé mi objetivo. Ni Ximarás ni su pintoresca iglesia. Volveré a intentarlo.

         Nala y yo volveremos a intentarlo.

En 1900 el ayuntamiento de Begonte rondaba los 7500 habitantes. En 2019 la cifra ha descendido a 3026.