Ilustración de Rosalía Díaz

De regreso a casa después de un largo paseo dominical y vespertino, reavivé el fuego en la chimenea y la cargué de leña otra vez. Buena leña de carballo, sana, curada, cortada quizás un poco flaca para lo que se espera de ella. Comenzaba a separarme de la boca de la chimenea, cuando algo que se movía, arriba y abajo, sobre un leño, reclamó mi atención. El leño, un prisma irregular de cuatro caras, había quedado en el centro del fogón, recostado sobre los otros alejado del fuego de momento. Era una arañita del tamaño aproximado de una moneda de dos céntimos, de color marrón oscuro la que se movía sobre él. En un instante subió y bajó varias veces la cinta rectangular de la madera. El calor debía ser tremendo allí dentro para cualquier ser vivo y en concreto para ella, tan diminuta y tan frágil. Valoré cuál habría de ser el resultado de sus aceleradas idas y venidas. Si tiraba hacia arriba la engullirían sin remisión las llamas esparcidas como un abanico fatal sobre la pared última de la chimenea. ¿Encontraría salida yendo hacia abajo? Descendió varias veces hasta el límite del madero, demorándose incluso en el ángulo mismo de la arista. Pero siempre retrocedía hacia adentro, hacia donde el fuego la encerraba en un encierro implacable. Varias veces también se refugió la arañita en una grieta que había en la madera. Tal vez en el interior de la ranura el calor fuese menor. Vencida por la impaciencia o por la desesperación aguantaba poco tiempo en su cobijo. Yo no comprendía por qué la pequeña araña marrón se negaba a saltar desde el leño hasta la gruesa capa de ceniza que recubría el fondo de la chimenea. Parecía el mejor camino de salvación. Apenas una cuarta mediaba entre el extremo del leño y la boca del horno. Por fortuna para ella la arañita gozaba de mayaor clarividencia que yo.

La ceniza constituía una trampa mortal sin paliativos. Bajo su gris mortecino ocultaba el vigoroso rescoldo de las brasas del carballo. La araña perecería abrasada sin remisión si optaba por huir corriendo sobre la ceniza.

Hasta este momento las idas y venidas de la araña sobre la madera se producían con paso rápido y seguro. Solo titubeaba al llegar a cada extremo, desorientada o angustiada quizás por no encontrar más hacia dónde seguir. En dos o tres ocasiones se refugió aún en la ranura. Yo permanecía inmóvil observando hipnotizado el agónico desconcierto del animalito. Su paso comenzó a vacilar. Se hizo más lento y también más inseguro. Sus patitas flaqueaban sin remedio, se extenuaban como si el peso de su cuerpo las quebrantase de repente. Sometida a angustiosos balanceos, a pavorosas eses de borracho, la arañita inició su postrera peregrinación sobre el madero ya casi incandescente. Todavía consiguió recorrerlo otro par de veces. Con doloroso esfuerzo, con desfallecimiento notable. Logró trasladarse con sobrecogedora voluntad hasta el borde inferior del leño y allí acabó. Se enrolló en una bolita confusa y rodó sobre la madera y después en el vacío los seis o siete centímetros que la separaban de la ceniza. La ceniza la absorbió como un punto más intenso de su epidermis gris pluritonal.

Mis hijas me preguntan todavía por qué no hice nada a favor de la araña.

-¡Jo, papá! En vez de estar mirando todo el rato, pudiste salvarla, ¿no te parece?-me espetó el otro día una de ellas.

La miré como si la viera por primera vez y no le contesté nada. La verdad es que en ningún momento se me pasó por la cabeza la posibilidad de ayudar a la arañita.