Ilustración de Rosalía Díaz

         Recién acabados sus estudios en la Escuela Normal, Celsa Vázquez obtuvo su primer destino en los inicios del año 1936. Le tocó sustituir a un infortunado maestro rural víctima de la tuberculosis. Celsa era poco más que una adolescente. Se hizo cargo de la destartalada escuela de un lugar de la ancha meseta luguesa cargada de entusiasmo, pero también de terror. El temor al contagio de la tuberculosis la aterrorizaba, le resultaba insoportable. El desdichado maestro había dejado todos los materiales de los que estaba dotada la escuela: libros de lectura, mapas, punteros, cuadernos de notas… Para impartir sus clases en los primeros días, Celsa se valió de los recursos de su imaginación y eludió el contacto con cualquier objeto que pudiese estar contaminado por la tisis. Luego tomó una decisión. Se proveyó de unos gruesos guantes de lana y con todo lo que había sido utilizado por el antiguo maestro formó una pira detrás de la escuela, cerca del camino que iba a la iglesia, y le prendió fuego. Indultó a unos cuantos Quijotes que ocupaban los más altos anaqueles y parecían no haber sido nunca usados. Aunque no había peligro de que se propagase, se cuidó del fuego mientras fue vivo y dejó que se consumiese después sin mayor preocupación. La hoguera ardió de manera irregular. Algunos libros, amazacotados como ladrillos, apenas resultaron chamuscados. En sus tapas podían leerse o deducirse sus títulos sin dificultad. Varios catecismos sobrevivieron de esta forma. Un pequeño crucifijo que el maestro tenía sobre su mesa, y que la aprensiva maestrita también había decidido quemar, quedó convertido en un renegrido garabato. Apagado el fuego y el rescoldo, Celsa no volvió a cuidarse de aquel montón de cenizas. Libre al fin de su terror al contagio de la tuberculosis, se aplicó con entusiasmo al ejercicio de su cargo.

         Marcial Pereda la visitaba de vez en cuando. Marcial se consideraba un pretendiente formal de Celsa. Ella no acababa de caer en la cuenta de esta pretensión, y lo trataba como a un buen amigo de toda la vida. Marcial profesaba la mística marxista de la salvación del mundo. Se movía de un lado a otro en una enorme motocicleta alemana con el decidido afán de propagar sus ideales. Era muy popular en toda la provincia. Se le conocía en todas partes como Pereda el comunista. Fueron muchos los que torcieron el gesto cuando vieron a Celsa en compañía de Marcial paseando al atardecer bajo la sombra de los árboles de la carretera. La maestra se hospedaba en una de las mejores casas del lugar, acogida a una familia de cierto abolengo rural que, aparte de las rentas derivadas de sus tierras, explotaba un próspero almacén de vinos y una tienda en la que tenía cabida toda clase de mercancías. Producidas las primeras visitas de Marcial, Celsa recibió una delicada reconvención por parte de su huésped.

         -Como un padre le hablo, Celsa, como un padre-le dijo-, ya que está usted, en cierto modo, entregada a mi custodia. No le conviene nada la amistad de ese joven tan notoriamente exaltado.

         Celsa replicó, asombrada, que Marcial, su amigo indiscutido desde la infancia, era un hombre bueno y altruísta, incapaz de hacer daño a nadie. Su carencia de arraigo rural le impedía comprender el sentimiento casi sacralizado de la propiedad que abrigaban las gentes sencillas entre las que vivía.

         Una mañana, durante el recreo, los niños descubrieron los restos de la hoguera. Quedaron boquiabiertos delante de los catecismos chamuscados y del crucifijo calcinado. Un grupo de vecinos acudió aquella misma tarde a observar las cenizas. Celsa salió de la escuela para ver qué los congregaba allí, olvidada por completo de su viejo fuego purificador. Los vecinos la miraron como si jamás antes la hubieran visto. No dijeron nada y marcharon en silencio. Poco después llegó el cura acompañado por el amo de la casa donde ella vivía. El cura recogió los palitroques renegridos en que había parado el crucifijo, sopló sobre ellos y los beso con unción. Después removió los restos chamuscados de los catecismos.

         -¡Dios mío!-dijo-¡Dios mío!

         Y marchó con la cruz calcinada apretada contra el pecho, meneando la cabeza consternado. El huésped de Celsa no era impetuoso ni arbitrario, pero aún así le reprochó su actitud sin escucharla. Aludió a Marcial sin nombrarlo y le dijo, a su manera, que la fe era un depósito milenario de todo el pueblo, y que nadie tenía derecho a despreciarlo, a mancillarlo, a pisotearlo. La maestra intentó explicar lo que había ocurrido, pero el viejo hidalgo aldeano, acogido a una elegancia de espíritu que sin duda poseía, se lo impidió.

         -Es usted muy dueña de hacer lo que quiera, Celsa. A mí no me debe ninguna explicación. Pero hay cosas que uno no puede dejar de decirlas.

         Poco después reventó sobre toda aquella geografía el aliento, fétido y bestial, de la locura, fruto del choque de dos incompetencias esclerosadas, en una historia reincidente, solo capaz de regenerar su propia putrefacción. El aullido atroz de los lobos se enseñoreó de todos los paisajes durante tres años horribles, y quizás nadie conseguirá nunca apagar sus ecos. Marcial Pereda se convirtió de súbito en un pobre animal acorralado. Logró una última visita, apresurada y clandestina, a su querida Celsa, y se perdió para siempre en una huída incierta de la que nadie jamás tuvo memoria.

         A Celsa fueron a buscarla una noche a su casa de la capital, pues todavía duraban las vacaciones estivales. Su imagen de fragilidad absoluta, de estupor definitivo, de anonadamiento total en medio de los hombres armados que la  conducían, supondrá siempre para mí una tortura irredimible. Perdí su pista detrás de la puerta de uno de tantos edificios reconvertidos de pronto en prisiones hacinadas. Nada más volví a saber de ella. Nunca. Dudo que la maquinaria brutal que se desencadenó entonces haya sido más piadosa con ella de lo que fue con tantos otros desdichados.