Casandra. Ilustración de Rosalía Díaz.

A los once años Darío M. desencadenó una tragedia inexorable. Darío M. era un niño imaginativo, curioso e intrépido. Su padre andaba embarcado y su madre trabajaba a turnos en un hospital. Darío, obligado a un régimen de autovalimiento, pasaba muchas horas solo en casa. Pero disfrutaba de su soledad, la había convertido en cómplice inestimable de  los juegos que urdía con su imaginación y que secundaban su curiosidad y su inmadura intrepidez. Una tarde en que se dedicaba a explorar los espacios comunes del edificio de su vivienda, descubrió un pasadizo hasta la despensa de sus vecinos, en el piso de al lado.  Con ademanes furtivos llegó hasta allí después de salvar un húmedo patio de luces y un oscuro lavadero. Miró a su alrededor y, apremiado por su propio desconcierto, regresó por donde había venido. Luego, en sucesivas incursiones ya más templado el ánimo, se demoró en el examen de todas las delicias que se le ofrecían en los estantes. La abundancia de chocolate requirió su atención. Decidió constituirlo en su botín. A partir de entonces lo saqueó sistemáticamente. Su vecina, una mujer joven y agraciada con la que a menudo departía en la escalera, no tardó en percibir las mermas. Compraba chocolate de forma compulsiva, pero lo consumía muy despacio. Se consintió muchas dudas y reiteró las comprobaciones antes de preguntarle a su marido si era él quien se lo comía. El marido, de carácter vivo e impaciente, le replicó con cierta destemplanza. ¿A qué venía aquello? ¡Bien sabía ella que él el chocolate ni probarlo! La mujer asumió los reproches con resignación y con escepticismo. Sin hijos y sin personal de servicio en la casa, estaba bien claro quién se comía el chocolate. Dejó transcurrir un plazo de prudencia  antes de contraatacar, y continuó comprobando minuciosamente las tabletas en la despensa.

         -Lo siento, querido, pero el chocolate sigue faltando-le espetó en la mañana de un sábado mientras rellenaba las estanterías con la compra recién hecha-. Si no soy yo quien se lo come, por fuerza has de ser tú.

         El marido la miró con ira mal contenida, barbotó cualquier grosería y se largó detrás de un portazo. No tardó en regresar, pesaroso, lleno de remordimientos. Odiaba dejarse dominar por el pronto violento que lo acometía. Comprobó que su mujer se hallaba en un estado de auténtica consternación. Compadecido, la tomó por los hombros y la obligó a mirarle a los ojos. Le juró varias veces que él no era quien comía el chocolate.

         -Acéptalo, cariño. No soy yo.

         La mujer rompió a llorar con una angustia desesperada. Grandemente desconcertado, el marido se asustó mucho. Su mujer había padecido una crisis nerviosa tiempo atrás, y todo había resultado muy incómodo y muy desagradable. Decidió consultar el asunto a un psiquiatra. Después de escucharle el psiquiatra le habló de la paranoia, de sus diversas manifestaciones y de sus diferentes grados. Ilustraba la exposición con datos que extraía de un librito diminuto de tapas rojas.

         -Creo que su mujer encaja en este campo y que debe ser tratada-le dijo-. Lo primero es convencerla de que necesita ayuda.

         De este modo inopinado, la vecina de Darío M. se vió sometida a un tratamiento a base de neurolépticos. Hubo de soportar, además, redundantes sesiones de psicoterapia, en las que se fatigaba hablando de sí misma. Los medicamentos que ingería tres veces al día la hicieron engordar y le provocaron somnolencia, pesadez e inapetencia sexual. Su alma se iba envenenando poco a poco. No podía perdonar a su marido que, en vez de concederle la confianza y la razón que le correspondían, la tratase como a una loca. Todo este magma maligno se materializaba en un malhumor que la envolvía, la desequilibraba y le quebrantaba la paciencia y la ecuanimidad. El marido, por su parte, aquejado de incompresión y de despecho por los continuos desaires que sufría, comenzó por hastiarse y no tardó en aborrecerla.

         Ajeno por completo a la dramática situación que había originado, Darío M. prosiguió las incursiones a la despensa vecina en busca del fatídico chocolate. Un día, después del fatigoso aluvión de las quejas de ella, el marido claudicó, y le dijo que no la aguantaba más, que pensaba abandonarla. Ella percibió que iba en serio y lo maldijo con vehemencia y también se maldijo a sí misma, estragando la última porción de autoestima que pudiera quedarle. Después se tragó, empujados por dos buches de agua, todos los medicamentos que tenía en casa.          Algunos días después el viudo regresó a casa a una hora inhabitual y sorprendió a Darío en la cocina. El muchacho agotaba el último chocolate que ya nadie había repuesto en la despensa. Su vecino lo miró con absoluto estupor, bajó la cabeza y rompió a llorar. Los sollozos, inaudibles, sacudían sus hombros y sus brazos.

Mito de Casandra