Ilustración de Rosalía Díaz

Es una mujer mayor. O una mujer joven con aspecto de mujer mayor, que eso no me queda nada claro. Ocurre lo mismo con su cabello corto y ensortijado. No puedo decidirlo rubio o canoso. Si es o no es hermosa, no viene al caso, porque no me lo planteo, las cosas como son. Lo que sí decido por mi cuenta, observando la mueca de sus labios,  es que se trata de una zarabeta. La mujer está en medio de un jardín lleno de flores, delante de su casa. Pero yo, que paso por aquí un día sí y otro también en mis paseos de jubilado hipertenso, sé muy bien que aquí nunca ha habido ninguna casa con ningún jardín en la que viviera ninguna mujer. La mujer, que viste un blusón largo, playero, de un color que yo no sabría nombrar,  aprieta un gato contra su pecho y lo arrulla como a un bebé.

– Le eztoy enceñando a decir mamá – me dice.

– ¡Joder! – digo o pienso yo, no sé bien.

– Ven con mamá – me dice.

El gato ha desaparecido. La mujer me coge de la mano y me lleva dentro de la casa, al dormitorio. Me desnuda con una habilidad pasmosa y me mete en la cama con ella. Ha conseguido excitarme. Busco su cuerpo con mis manos, más torpes de lo habitual porque nada de lo que está ocurriendo tiene sentido.

– No jueguez, nené; anda, vamoz a dormir.

Ella insiste en ser mi madre. ¡Qué va a ser mi madre! Arrimo mi cuerpo al suyo, obligo a mis manos a espabilarse, a que sean certeras en las búsquedas de los puntos estratégicos. Estoy excitadísimo. Me advierto a mí mismo que tanta excitación no es buena, que no conviene precipitarse; luego pasa lo que pasa.

– Anda, vamoz, nené; deja de jugar. Ahora hay que dormir.

Entonces compruebo horrorizado que no tengo sexo. Mis atributos. No están. ¿Horrorizado? Tal vez  quede mejor decepcionado o frustrado. Donde debería haber unos órganos pletóricos, implados como vejigas a punto de reventar, no hay nada. Tendré que dedicar algún tiempo a reflexionar sobre el tema de la castración sobrevenida, traumática o postraumática. Mucho daño ha hecho Sigmund Freud, la madre que lo parió… Se oye el ruido de alguien que entra en la casa.

– Ez mi marido – dice ella.

– ¡Joder! – vuelvo a decir o a pensar yo.

Un hombre entra en el dormitorio. Tampoco sé si es mayor o aparenta mayor. El hombre, que parece recién rasurado, con las mejillas y el mentón exhalando una frescura balsámica, se ve contrariado.

– Martina – dice -. Martina. Mar-ti-na.

Y mueve la cabeza con clara desaprobación. Yo cubro todo cuanto puedo mi desnudez con las ropas de la cama. Mi sexo me ha sido devuelto. ¡En buena hora, coño! Y, además, implado, sí, señor. Pletórico. Comme il faut.

– Martina, venga, va. Que no son horas para tener al niño en la cama, carajo.

El hombre se va, moviendo la cabeza visiblemente enojado, mientras murmura posibles maldiciones  entre dientes. La mujer parece ausente, ida… Me echo fuera de la cama con toda la cautela de que soy capaz y me voy vistiendo torpemente al tiempo que salgo de la casa. El hombre está sentado en un banco, junto a la puerta. Tiene al gato en brazos. Lo sujeta con un brazo por debajo de su vientre y le acaricia la cabeza con la otra mano. Me mira con auténtico odio.

– Vas a acabar hundiendo nuestro matrimonio, maldito cabrón- masculla, rabioso, al verme salir. -Tendría que matarte – añade -; pero eso no está bien. Solo los dioses pueden matar impunemente a sus hijos.

– Hostiá! – exclamo, estupefacto, ante esa frase trágica o blasfema, según a quien se le aplique.

Cuando miro hacia atrás, con todo mi ánimo lleno de angustia, ya no puedo saber si el paisaje me impide verlo o, en realidad, la casa con su jardín, con la mujer y el hombre y el gato jamás existieron.

Solo sé que nunca podré saberlo.

No se me pasa. La impresión. No se me pasa.