Ilustración de Penélope, por @rosaliadiazcreativa

El viejo mestizo apuró el humo abrasado de su extenuada colilla y la esmagó en el suelo, con el pie. Se levantó del basto tocón en el que estaba sentado y aguzó la mirada. La nube, parduzca e informe, avanzaba rauda, separándose cada vez más del horizonte. El viejo mestizo, desde que los años lo relevaran del trabajo, pasaba la mayor parte de sus horas sentado en aquel tocón, a la entrada del rancho. Se dedicaba a contemplar la pradera inmensa, siempre desierta y siempre igual, salvo los cambios de coloración que le proporcionaban las diferentes posiciones del Sol. Pronto mostró la nube lo que encerraba en su entraña. Jinete y caballo, envueltos en el polvo de la galopada sobre la árida sabana, fueron cada vez más perceptibles hasta que se diferenciaron del todo. Debía de ser el centinela del Norte. Quizá lo que la Señora esperaba desde hacía tanto tiempo se había cumplido, por fin. El viejo mestizo se alejó unos pasos del tocón y apoyó los brazos en los troncos horizontales de la cerca. Comenzó a liar un nuevo cigarrillo sin emplear la mirada para nada. La mirada la mantenía clavada en la parda polvareda, cada vez más abierta a sus ojos agudos. En unos minutos el resuello esforzado de la bestia y el jadeo fatigoso del jinete resultaron perfectamente audibles. El jinete clavó en seco el galope del caballo a la entrada misma del rancho. La nube de polvo se enroscó en volutas gigantescas y huyó hacia el horizonte del que procedía. El mestizo achinó los ojos para protegerlos sin dejar de mirar al  recién llegado.

         -¿Dónde está la Señora?

         Era el centinela del Norte, en efecto. Después de su desaforada cabalgada había adquirido el mismo color de la pradera. El caballo, alazano, traía el belfo desgarrado en espumarajos blancos y el pecho y los costados cubiertos de sudor espeso y jabonoso.

         -En las Lagunas Chicas. La Señora ha ido a ver cómo están las cosas. Ha habido novedades por allá.
         El centinela del Norte se apeó de un salto, llevó su caballo hasta el palenque, delante de la casa principal, y cabalgó un ruano que permanecía amarrado a la viga, junto a otros dos o tres, ensillados y a la espera de que sus dueños los montaran. Hasta el lazo y el rifle colgaban del costado. El viejo mestizo observó con mirada impávida como el centinela se alejaba hacia las Lagunas Chicas.

         Cubierta con un sombrero plano la Señora atendía, desde el pescante de su cochecillo negro, a las manipulaciones de varios de los vaqueros de su rancho. Cuatro o cinco trabajaban a pie mientras otros dos o tres sujetaban las riendas de sus caballos. Un joven vaquero cabalgaba un animal negro y lustroso. No llevaba rifle ni revólver. Por debajo del sombrero, ligeramente echado hacia atrás, se le escapaba el cabello en bucles dorados. A su lado montaba otro alazán un hombre de unos cuarenta y tantos años, moreno y fornido, de rostro cetrino de una hermosura varonil casi salvaje. Las mejillas le negreaban por la barba de un día, la boca conformaba una mueca dura y los ojos brillaban de una forma casi extraordinaria. Los vaqueros atendían a algunos becerros recién nacidos. Comprobaban que todo había marchado bien. Todo el grupo se enderezó cuando, primero el brutal golpeteo de los cascos del caballo rompió la inmovilidad eterna del paisaje y, después, pasó a ocuparla la figura polvorienta y veloz del centinela del Norte que llegaba. Detuvo su carrera junto al coche de la Señora. Todos lo miraron con definida expectación. La mujer había palidecido de manera ostensible. El joven de los bucles dorados había tensado la expresión de su rostro hasta conseguir enflaquecerlo. El jinete moreno mantenía su ruda belleza revestida con tintes de alarma. La Señora interrogó al centinela del Norte con la mirada. El centinela le respondió con un movimiento afirmativo de su cabeza recubierta de polvo. La mujer jugó con las riendas del tiro de su carro. Luego bajó la mirada, y después la paseó lentamente por los alrededores, deteniéndola, con brevedad en el joven rubio y en el otro caballero.

         -¿Estás completamente seguro?

         -No hay ninguna duda; puede creerme.

         -¿De dónde sacas esa certeza?

         El hombre dudó. Tragó saliva. Miró a la mujer con una mirada de súplica.

         -Debe creerme. No hay posibilidad de error.

         -Dime de dónde sacas esa certeza.

         El centinela del Norte volvió a tragar saliva, se acomodó en la silla, cruzó las manos sobre el arnés y miró al vaquero moreno como si pidiera ayuda.

         -Habla de una vez.

         -A unas doscientas millas, hacia el Norte, existe un viejo burdel.

         -Lo sé.

         -Lo regenta una anciana que sirvió en el rancho mucho antes de que usted llegase, señora.

         -Eso también lo sé.

         -Ella reconoció al coronel. Cuando descalzó las botas en su casa, la vieja descubrió la horrible cicatriz que le deforma el pie izquierdo. La vieja conocía bien al coronel.

         -Lo sé.

         -Yo no quería disgustarla, señora. Le ruego que me perdone.

         -No importa. En todo este tiempo el coronel habrá estado con docenas de mujeres.

         -Viene en tren, señora. Ahora mismo debe estar a menos de cien millas de aquí.

         El negro caballo del joven jinete caracoleaba, inquieto, brioso, frente al coche de la Señora. El rostro hermoso del muchacho, la actitud de todo su cuerpo elástico, juvenil, sobre la silla mientras contenía la repentina inquietud de su montura, mostraban impaciencia, ansiedad, deseos de recibir una orden inmediata, de ponerse en acción para cumplirla. El otro jinete, el cuarentón moreno de aspecto salvaje, mostraba también esta actitud, pero con otro temple más sereno, más frío, sin duda. Él sí llevaba revólver al cinto, un revólver oscuro con la culata pulida por el uso frecuente.

         -Hay que detener ese tren-le dijo la Señora mirándole directamente en los ojos.- Ya sabes lo que tienes que hacer.

         El hombre moreno acató la orden dando un breve tirón al ala de su sombrero.

         – Montad todos y venid conmigo.

         La Señora retuvo al joven con un gesto.

         -Tú irás también, naturalmente- le dijo.- Pero quiero que me acompañes a casa. He de darte una cosa para que se la entregues al coronel.

         Arreó el tiro de su coche y se hundió con él en el polvo que sus vaqueros iban arrancando a la pradera.

         El centinela del Norte se demoró un poco junto a las charcas. Él ya había cumplido su misión. Se refrescó echándose agua por la cara y por el cuello. Montó de nuevo y siguió la ruta que el polvo ante él iba marcando.

         Hacía seis o siete años que el vaquero moreno de aspecto extrañamente salvaje desempeñaba el cargo de capataz en el rancho. La Señora había decidido delegar el mando directo sobre los empleados del rancho en un hombre curtido y capaz. Su hijo era demasiado joven. Cuando la Señora le dio el cargo de capataz, lo instruyó también sobre lo que habría que hacer si el coronel volvía. Entonces fue cuando establecieron el intrincado sistema de centinelas y de escuchas y de confidentes para detectar con tiempo suficiente el posible regreso del coronel.

         El capataz envió emisarios a todos los rincones del rancho para reclamar la concurrencia de sus mejores hombres. Mientras esperaba su llegada, el cocinero y el encargado del almacén prepararon la impedimenta necesaria para la batida. Por su parte el capataz se limitó a cambiar de camisa, a revisar todos los resortes de su revólver y a comprobar las balas en la canana. Luego comprobó también el estado de su rifle.

         La Señora había entrado hasta lo más hondo del salón de la casa acompañada de su hijo. Se encaminó directamente a un viejo escritorio de madera oscura y brillante, y con una llave que colgaba de una cadena de su cuello abrió la panzuda persiana y luego una pequeña gaveta. Extrajo un papel plegado en cuatro dobleces. Leyó lo que en él estaba escrito, requirió recado de escribir, tachó alguna frase y alguna que otra palabra. Alguno de los fragmentos tachados lo reescribió. Otros los dejó cegados para siempre. Ayudó a que secase la tinta soplándola suavemente y dobló el pliego por los antiguos dobleces ya firmemente marcados. Después de esto se lo tendió a su hijo.

         -Toma-le dijo, mirándole con una mirada grave e intensa.-Cuando deis con él entregarás este pliego al coronel. Quiero que seas tú quien se lo entregue.

         El joven vaquero recogió el papel y lo guardó en el bolsillo de su camisa, debajo del chaleco. Miró a su madre con la misma gravedad con la que ella lo había mirado, se le acercó en una zancada y la besó en la frente. Luego salió para hacerse cargo de su caballo atado en el palenque. Los hombres que habían sido reclamados comenzaban a llegar.

         En el salón la madre se sirvió licor en una copa pequeña. Permaneció largo rato ensimismada, con la copa encerrada entre las manos. Sus manos continuaban siendo largas y afiladas. Y blancas, muy blancas, igual que la tez y la piel del cuello que la camisa campera dejaba ampliamente al descubierto. Pero ya las arrugas ponían pliegues breves y profundos en las manos, surcos fláccidos en el cuello, largo y esbelto, a pesar de todo. Por fin bebió un trago diminuto, como si todo aquel tiempo lo hubiese empleado en calentar el licor entre las palmas de sus manos. La tropa partió a detener el tren que acercaba al coronel. Hasta ella llegó el trueno de los cascos de los caballos batiendo la pradera. Fuera el viejo mestizo observó, una vez más apoyado en la cerca, como los hombres del rancho se alejaban. Pronto fueron apenas un nubarrón pardo que se arrastraba camino del horizonte por la impertérrita llanura.

         Pocos eran los viajeros que habían decidido permanecer en el vagón en el que se había instalado el coronel. Entraban, y al verlo allí sentado con su aspecto de espantajo imprevisible, proseguían la búsqueda de acomodo en otros vagones. El coronel permanecía indiferente a las escasas irrupciones de los recelosos pasajeros, del mismo modo que no prestaba la menor atención a los cuatro o cinco que, animados por la carga que transportaban, decidieron quedarse en el vagón a pesar de su estrafalaria presencia.

         Hacía más de diez años que había terminado la guerra. Con su viejo uniforme de la Confederación, el coronel parecía un absurdo fantasma intemporal. Además, conservaba el uniforme completo. El sombrero con las borlas doradas, el capote con esclavina, la guerrera, el pantalón con las bandas laterales, las botas… Incluso llevaba el sable colgado del costado izquierdo y la pistolera de cuero marrón en el derecho. Iba sentado junto a la ventanilla, en la mitad, más o menos, del vagón. Su delgadez, oculta debajo de todo el trasnochado ropaje militar, resultaba patente en el rostro enjuto y afilado, prolongado por una barba rojiza, abundate y descuidada. Las múltiples arrugas que le surcaban la cara eran incapaces de disimular alguna que otra blanquecina cicatriz. Los ojos, claros y cansados, miraban delante de él sin intención. Los pocos viajeros que habían decidido permanecer en su vagón se habían diseminado por los asientos corridos de madera. Los que no dormían simulaban dormir. Alguno se había echado el sombrero sobre la nariz.

         De pronto la locomotora silbó. Una, dos, tres veces silbó. Nadie en el vagón del coronel pareció alterarse por eso. Con frecuencia los maquinistas se veían obligados a soltar el grito colosal del tren para espantar rebaños de búfalos o de caballos salvajes atravesados en las vías. Pero pocos segundos después del tercer silbido volvió a sonar, insistente, la voz desaforada de la locomotora. La forma en que lo hizo, sin pausas, con apremio histérico, perentorio, sí alarmó un poco a los viajeros. Bajaron los cristales y asomaron las cabezas. El coronel asomó también su rostro barbado y anguloso por la ventanilla. Dos jinetes ocupaban la vía. A ambos lados de ellos unos quince vaqueros se desplegaban en abanico. Todos habían desenfudado los rifles y los mantenían erguidos, apuntando al cielo, la culata apoyada en la cadera. Los maquinistas, sudorosos y tiznados, observaron a la tropa de vaqueros sin hacer ni decir nada. El jefe del tren descendió con el cuello de la camisa oprimiéndole la respiración. Algunos pasajeros descendieron también con sus armas largas en la mano. Los vaqueros adelantaron sus caballos y encañonaron a los que bajaban con sus rifles. El capataz del rancho cortó con un duro ademán las protestas que ya algunos iniciaban.

         -Vuelvan todos arriba.

         Hizo un gesto, y sus hombres estiraron el semicírculo a lo largo de los vagones, obligando a los viajeros a subir de nuevo o a aplastarse contra el tren.

         -Nada tienen que temer-gritó el capataz con su voz poderosa.-Solo buscamos a un hombre. Si está en el  tren que se asome a la puerta de su vagón cuando lo llamen.

         A una señal del capataz dos de sus hombres galoparon paralelos al tren, uno a cada lado. Cabalgaron hasta el último vagón y volvieron hasta la locomotora sin dejar de vocear el nombre del coronel. Un silencio total se extendió por la pradera. Ni el grito melancólico de un ave carroñera, ni el aullido feroz de un carnívoro hambriento osó alterar la absoluta quietud de la extensión inmóvil. Tan solo el jadeo brutal de la locomotora hacía de contrapunto a la callada inmensidad. El coronel se mostró en la puerta del vagón. Era realmente un espantajo anacrónico. Sus espuelas clavetearon el silencio con su sonido metálico. El capataz se acercó a él con el caballo al paso. Había soltado las riendas y gobernaba al animal con la presión de sus rodillas. El rifle, ahora, lo llevaba cruzado sobre el pecho, recostado en los brazos enlazados.

         -Baje del tren, señor; su viaje ha terminado.

         -¿Quién lo dice?

         -Su esposa, señor. Es ella quien lo dice. No quiere que usted regrese. Nunca.

         El coronel descendió muy despacio los dos escaloncillos del vagón. Se aproximó al capataz. Tomó con una mano el freno de su caballo y lo tranquilizó acariciando su cabeza con la otra.

         -Lo justo será que ella misma me pida que no vuelva.

         -Lo siento, señor, pero no puede ser. O promete usted solemnemente que no va a regresar jamás, o lo ultimamos aquí mismo.

         Los dos hombres se miraron con una mirada inmemorial e infalible, la mirada de los hombres cuando están decididos a matarse de frente. El capataz chasqueó los dedos en el aire y un vaquero se acercó tirando de un caballo libre.

         -Hemos traído un caballo para usted, señor. No queremos ofenderle, pero ignoramos cuál es su situación. En las alforjas hay dinero suficiente para mucho tiempo, provisiones y munición.

         El capataz le ofrecía las riendas. El coronel las aceptó y cabalgó el animal. Lo obligó a girar para comenzar a alejarse.

         -Váyase lejos, señor. Cuanto más lejos mejor.

         El joven vaquero de los bucles dorados azuzó a su caballo y se plantó delante del coronel. La mirada del muchacho y la del viejo fantasma confederado se enlazaron largo tiempo. El coronel estudió aquel rostro juvenil que enfrentaba al suyo. Desprovisto de espejos durante los últimos años de su vagabundeo, quizás no tuviese más que un recuerdo desvaído de su propia imagen. El rostro del joven, más áun, su imagen toda, era como la suya desdoblada ante él. Pero además, y al propio tiempo, era también el vívido recuerdo de la imagen de su esposa, la que ahora lo rechazaba enviando una tropa armada en contra suya. El joven le tendía un pliego doblado. El coronel lo tomó, lo metió en la boca de su guante izquierdo, marcó un saludo con un breve tirón a su sombrero y comenzó a alejarse a lo largo de las vías. El capataz indicó a los maquinistas que reanudasen el viaje. Todos cuantos se habían apeado subieron otra vez y el tren volvió a rodar por los raíles, después de emitir un saludo ululante y prolongado. La tropa de vaqueros permaneció inmóvil hasta que la imagen del coronel y su caballo la engulló el horizonte neblinoso de la pradera. Entonces empezaron a volver, sin prisas. No había porqué fatigar a los caballos. Cerca ya del rancho se cruzó con ellos el centinela del Norte. Regresaba a su puesto por si alguna otra vez se producía una nueva alarma.

        El mundo se había convertido en dos horizontes contrapuestos que encerraban la más absoluta soledad.

         –Amor mío-leyó el coronel en el pliego que le había entregado su hijo,-no puedo consentir que destroces mi destino. Solo esperarte da sentido a mi vida después de todos estos años. Si aceptase tu regreso me destruirías. Ahora ya estoy acustumbrada a soñarte joven como eras cuando partiste hacia la guerra. Las horas más amargas de mi soledad, cuando el recuerdo de tu ausencia vacía mi cuerpo con un vacío ardiente y tu presencia imposible es un anhelo desesperado, las lleno evocándote, joven, fuerte, adorable, vigoroso. Evoco mi propio cuerpo joven, duro, firme en todos sus volúmenes, trémulo de deseo y de placer, fundido con el tuyo en un abrazo de fuego. Evoco el olor hermoso, rotundo de tu sudor de amante poderoso mezclado con el mío; tu aliento ocupando el hueco de mi aliento. Ahora ese recuerdo me sostiene, me da la fuerza que preciso para resistir y continuar viviendo. No puedo permitir que el reencuentro de dos viejos cansados, separados quizás por mucho más que el tiempo transcurrido, remplace el fulgor de mis recuerdos, enfríe el hueco ardiente de tu ausencia, que me inflama. Lo siento, amor; no vuelvas. Mientras, yo te esperaré siempre. Tuya, Penélope.

         El viejo coronel confederado, el mismo que un día había marchado hacia la guerra tal vez persiguiendo un sueño, era ya nada en medio de los dos horizontes contrapuestos. Era nada porque se había quedado sin destino.