Retrato de la abuela de la artista @rosaliadiazcreativa

            En internet sitúan esta pandemia en 1957. Yo, que nací en el 48, sé que la pasé en las Casas Baratas, paraíso perdido del que me arrancaron brutalmente un año después, en la medida que puedo agarrarme a esa certeza, cuando andaba por cumplir o había cumplido ya, los diez años.  Renuncio, por supuesto, a cualquier tecnicismo; aquí no estamos para eso, pero la acometida de aquel virus de entonces podría equipararse al demoledor envite contra todas las soberbias que ahora mismo padecemos. No fue tan letal como está siendo esta, pero tumbó, en dos oleadas consecutivas, a un elevadísimo porcentaje de la población mundial, con los consiguientes efectos negativos para las rutinas sociales y, -¡¿cómo no?!-, para la economía. Porque, por lo que parece, todas las masacres, sea cual sea su causa, acaban midiéndose en términos económicos.

            El caserón alpino -como denomina un buen amigo a los chalés de las Casas Baratas- en el que vivíamos -en el que yo nací, igual que otros siete de mis hermanos- acabó covertido en un auténtico hospital de campaña. No puedo asegurar el dato, pero en 1957 cumplía yo nueve años y podríamos ser ya diez de los trece hermanos que fuimos.

            La gente que tenga menos de cincuenta -no sé si el corte es el más definitorio; dejémoslo ahí- quizás no pueda entenderlo, ni siquiera imaginarlo. Aquellos tiempos nada tienen que ver, en ningún sentido, con los que ahora vivimos. (Aunque, es verdad, no podemos negarlo, algunas sombras funestas se agiten enchidas de malignidades al  fondo de la caverna). Eran tiempos de estrecheces, de tenderos que vendían al fiado e iban apuntando en una libretita las deudas de sus clientes que les pagaban cuando y como podían, de médicos domiciliarios que muchas veces no solo no cobraban, sino que dejaban unos billetes debajo de la almohada del enfermo, de hermanos que compartían cama y heredaban la ropa unos de otros -ya os hablaré de la figura inestimable de las costureras- , de juegos malabares para llenar los platos dos veces cada día… Aparte de cualquier otra consideración, tened en cuenta que España se mantuvo en estado de guerra hasta 1948 y que el racionamiento sobrevoló, tozudo, estraplista y ruín, el hambre y las carencias de casi todo aquello que otorga dignidad,  hasta 1952. El Ave Fénix renace de sus cenizas… en la mitología. La realidad fue que por estos pagos dejados de la mano de Dios -aunque a Dios nos lo metían con calzador en todas las circunstancias de nuestras vidas- no hubo ni Plan Marshall ni milagro alemán.  

            Todos mis hermanos fueron cayendo infectados por el virus asiático. El de entonces lo llamaron, si no me he informado mal, H2N2. Todos cayeron. Alguno, incluso, recayó. Yo no sé por dónde se infiltraban los comentarios, pero recuerdo muy bien que se decía que las recaídas otorgaban mayor peligrosidad a aquella gripe que estaba padeciendo gran parte del mundo a la vez. Hubo un momento en el que solo resistíamos nuestros padres, mi hermana Marijé -triste paradoja de resistencia; luego habría de ser la primera en dejarnos, presa del cáncer, con tan solo cincuenta y siete años- y yo. Aguantamos varios días por encima de los demás sin que la pandemia nos venciera. Confieso que me sentía orgulloso de mi fortaleza. Nuestra madre, cada mañana después de desayunar, nos echaba fuera, a aquellos espacios repentinamente rurales que lamían las mismas puertas de nuestra casa y que, sin embargo, no llegaban a constituirse en arrabal. Eran, más bien, como una tierra de nadie, una frontera a conquistar entre una ciudad provinciana, aquejada de raquitismo y crecimiento lento, y los barrios de aluvión desordenado que constituían, ellos sí, arrabales a los que se miraba con recelo, cuando no con temor. Y allí mi hermana y yo jugábamos , casi sin control, con una permisividad profiláctica por parte de nuestra madre, que perseguía mantenernos el mayor tiempo posible alejados del contagio.

            Nuestro padre también cayó.

            Mi hermana y yo jugábamos solos. No se veía un alma en todas las Casas Baratas. Aquel virus no había necesitado ninguna orden de confinamiento. Él solo se encargó de confinarnos uno a uno en nuestras casas. Por aquel entonces yo no conocía a la que había de ser mi mujer. Me contó que sus padres la mandaron, a ella y a sus hermanos, con sus abuelos a Begonte y el virus no los alcanzó. Me dijo que fue una estrategia que siguieron frente a otros ataques similares o muchísimo peores. Ya os advertí de que eran tiempos de mucha despiadada crueldad, para todos, sí, pero siempre con un maldito plus de agresividad para la infancia.

            Recuerdo una anécdota de antes de que nuestro padre se contagiase. Ocurrió mientras comíamos al mediodía los cuatro resistentes. Comíamos en la habitación del piano -en casa había un piano, ya os contaré historias de aquel piano negro con pianola-  con las persianas bajadas y la habitación fresca y apenumbrada. Recuerdo que hacía muy buen tiempo; la epidemia debió producirse a finales de primavera o, tal vez, en pleno verano. Las persianas, exteriores, de lamas de madera, se podían empujar hacia fuera y formaban una rampa térmica. Cuatro personas a la mesa. Un matrimonio y dos hijos. Nuestra madre, madre de nueve o diez hijos a sus treinta y nueve años, hizo un comentario -¿decaída en su ánimo, quizás, por la urgencia melancólica de una situación tan abrumadora?- sobre cómo sería su vida, la de todos nosotros, en realidad, si la familia fuese así. Supongo que no pudo evitarlo. Más allá de ocasionales crisis sanitarias, su realidad tuvo que ser, en efecto, abrumadora. Abrumadora, sí, por mucha felicidad que le proporcionásemos sus hijos. Nunca olvidé aquel momento, y ya que estamos recordando, dejemos que forme parte del recuerdo.

            Una mañana me levanté destemplado, con escalofríos. Nuestra madre me mandó a la cama. Aquella misma noche el virus asiático capturó a Marijé. Y yo, os lo confieso, me sentí muy decepcionado por no ser el último en caer. Era mi meta en aquellos días, ser el que más resistiese.

            Ese era el panorama. Todos encamados, con fiebre y padeciendo los síntomas, cualesquiera que ellos fuesen, que acarrease aquella gripe invasora. Todos. Es decir, diez u once personas, casi todas niños,  esparcidas por una y otra habitación, en un despliegue inesperado de camas individuales. Si yo tenía nueve años, el mayor de mis hermanos tendría quince y el más pequeño podría tener uno o dos. Se desplegaron  camas turcas o camas mueble, como se les llamaba también, -¿alguien sabrá hoy de lo que hablo?- que, por alguna razón de logística familiar, era común que hubiese en todos los hogares. La habitación de nuestros padres era una de esas amplias estancias que llaman italianas, dividida en dos por un arco central. Ellos ocupaban la mitad. A la altura del arco colgaba una cortina y en la otra mitad se colocaron las turcas.   Recuerdo, ¡cómo no lo voy a recordar!, mis noches de semiinsomnio y angustia, aterrado bajo las mantas de mi lecho en aquella suerte de lazareto por la proximidad de 1960. Se decía que en ese año el Papa abriría el tercer secreto de Fátima y que sobrevendría el fin del mundo. La religión que volcaban sobre nosotros entonces, inmunda y alevosamente ancilar de un poder surgido de la guerra civil, sin otra ética que el quebranto de las voluntades y la colonización de las conciencias, la que nos obligaban a tragar, la que colaboraba en la destrucción de cualquier capacidad de autoconsciencia y ya no digamos de crítica ante la organización social que se imponía, era una religión basada en la conversión por el miedo,  cuando no el puro terror. Deicidio, pecado, muerte e infierno. No había más Dios que el Dios Juez, implacable, y Cristo solo era el Cristo ensangrentado y violento que Unamuno retrató en un poema desgarrado dictado por su no fe inasumida y que no tardó mucho en rectificar con otro mucho más dulce y salutífero, al parecer porque él mismo se horrorizó de su delirium tremens religioso atestado de las horribles visiones que proyectaba la Iglesia. Todos caímos derrotados por el virus H2N2. Uno detrás de otro hasta convertir el famoso chalé alpino en un auténtico hospital de campaña. Todos menos nuestra madre. Nuestra madre atravesó en pie, sin doblegarse nunca, ni ante el virus, ni ante el decaimiento de sus huesos y de sus músculos, ni ante la fatiga extrema que, seguro, tuvo que soportar, todo el tiempo que duró la pandemia. Luego me enteré de que ella también se había infectado. Cuidó de todos nosotros con la gripe asiática echada sobre sus espaldas, sosteniéndose pese a la fiebre, a los malestares, a los escalofríos que a los demás nos tenían postrados, sobrellevándolo todo a base de aspirinas. 

            Nuestra madre, en primera línea de maternidad, de firmeza femenina, no solo durante la pandemia de la gripe asiática, no: durante toda su vida.

            Dejadme que le dedique a ella este recuerdo.